17 junio, 2010


01 - Introducción Al Franco


Al ser humano se lo puede medir de muchas maneras; pero si de buscar la esencia se trata, hay que enfocarse en sus costumbres. No hace falta apegarse demasiado en la forma de pensar; si convenimos que el pensamiento lleva de consecuencia una acción, la misma instaurada deviene en costumbre. Ocupándonos de una cultura o región en particular podríamos hacer un análisis extensivo, fértil y por ende tedioso de su idiosincrasia; pero no estamos aquí para eso, ya que la intención es lo particular. Las costumbres nuestras, las de uno mismo, placeres que le dan más sabor a los momentos, esas llamadas locuras -léase manías, caprichos, usanzas; algunos utilizan el singular vocablo extravagancias-, delicias frecuentes habituadas en lo simple y cotidiano, haciendo que valga la pena armarse de coraje para atravesar los espacios negros que crean las obligaciones, y llegar por fin a la satisfacción individual; imaginen algo así como un náufrago en alta mar encontrando salvación sobre un montículo de arena, que luego huye con la marea y volverá más tarde.

Todos estamos habituados a nuestras costumbres, por más extrañas que sean; las personas, y en extensión los grupos y sociedades sin modos establecidos tienden al caos, por ende a la destrucción. También sabemos que lo inusual causa rechazo; frente a lo nuevo y ajeno el ser humano repara en una suerte de hostilidad -a veces inconsciente, otras no-, y busca cerrarse en sí, a consecuencia de sentir un desequilibrio en la integridad del entorno, su cómodo capullo. Por lo general, este elemento extraño luego de un tiempo se convierte en algo usual, es asimilado y pasa a formar parte en la vida del individuo; éste sería un ejemplo típico y normal. Aunque puede suceder todo lo contrario, y de la misma manera surja del ego un extremo rechazo; igualmente no hace falta hablar sobre esto, pues se encuentran suficientes y variados ejemplos, con sus lamentables consecuencias, a través de nuestra histeria* de civilización.

Luego de este pequeño preámbulo a modo introductorio, les otorgo el agrado (o no, eso dependerá del margen de aceptación y tolerancia con el que dispongan) de conocer a mi amigo el Franco. Presentarle una persona a Franco es siempre un bello e interesante momento. Sucede lo de siempre: uno dispara la mano derecha buscando estrechar la contigua de manera gentil y zás, de repente es la ronda de cosquillas por detrás de las orejas y el mordisco tierno en la nariz. Todo esto con una sonrisa como para ahorcarse. Les parece una forma extravagante de saludo, ¿no? Es que este tipo es digno de ser contado. Sería entonces -por decir de alguna manera- considerable, que les relate una minúscula parte de su vida, o mejor, de sus costumbres. No por acometer contra Franco y pintarlo como un delirante; más bien es una forma de amortiguar lo que será el repaso de algunas cosas un poco extrañas. Extrañas para el humano tipo, ese que vive los días de su vida en un constante replay una y otra vez, a partir de que el despertador, el desayuno, el trabajo, la cena, el televisor, dormir y el replay. Más o menos así, ¿no? Yo vivo de esta manera y soy una entidad tipo, de pura cepa. Ahora, Franco es muy raro. Pero de esos raros con los que uno se termina encariñando, por más que en medio de un paseo veraniego por la peatonal, y en la hora pico de concurrencia, te desfigure el rostro a puñetazos por el sólo hecho de haberle venido la gana así porque sí. “¿Yo? Tenía ganas de pegarte... De vez en cuando es bueno golpear a alguien. Y mejor todavía si es alguien a quien uno quiere mucho”, dice, y la gente que se detuvo alrededor nuestro formando un círculo curioso libera un suspiro de enamorados, y te miran clavándote los ojos a la espera de una respuesta, y es imposible no esbozar una sonrisa de ternura y dibujar en su cuerpo un abrazo, para luego marchar contentos al hospital.

Para Franco, la manía es su forma de expresar -es lo que afirma cuando le preguntan- su personalidad extravagante; “La tensión del mundo me lleva a vivirlo de otra manera”, dice con un aire extra-vagante. Todos lo ven entonces como un loco lindo y divertido, pero muy bien sé que en el fondo sus locuras son una llave de escape, una forma de atentar contra el mundo y su irremediable monotonía; esa tensión de la que habla, tan constante, abrasiva e interminable que se vuelve una quietud sepulcral, una mortaja que nubla los sentidos y el alma. Ese constante replay; ese destino de disco rayado.

Franco dice que la gente ya no es gente, sino inercia. Inercia que pulula; una fuerza de resto. Y cada vez que logra captar la atención de algún imprudente, como le gusta llamar a los desconocidos, se desvive con gran entusiasmo y presteza para explicar su punto de vista sobre la Inercia Humana. Pero si no tiene a quien inspirar, no se hace problema: busca estratégicamente un lugar en la vía pública, y comienza con su pequeña gran explicación. Bien, ahora lo que despierta la curiosidad de la gente, más allá de la teoría, es la forma en la que Franco se compra su interés. Es inevitable no prestarle atención a una persona en el medio de la calle, cuando se lo ve, precisamente, en el medio de la calle, intentando persuadir a los transeúntes a grito tendido. Ni bien ve acercarse un automóvil, se lanza vociferando al mismo, provocando frenadas infernales y desconcierto en los transeúntes. Cuando se asegura una ronda de insultos que no tienen fin y el conductor lo deja atrás todavía exasperado, la gente está atónita, con la boca abierta, despavoridos. Y ahí es cuando al Franco se le prende un motorcito envidiable -pues su poder de oratoria no tiene comparación- y se larga en un devenir verbal tomando como ejemplo el momento ocurrido; primero con eso de que los cuerpos en movimiento tienden a seguir la dirección que llevan, y si hay una fuerza que detiene su marcha ocurre el principio de inercia y que el cuerpo del conductor reacciona de la misma manera ante una frenada y que seguramente todavía la ronda de insultos continúa pero no con la intensidad de los primeros gritos y que. Entonces, añade, “...si pudiésemos parar un poco y mirar alrededor no es tan difícil encontrar la analogía, si trasladamos todo esto a la forma en que vivimos hoy, nos daremos cuenta que no somos otra cosa que eso, una fuerza de resto, una foto movida, un movimiento vacío hacia adelante que no toma conciencia de su forma ingrávida”. Y entonces la gente se lo queda mirando por un rato largo, y Franco los mira orgulloso, pues acaba de develar una verdad existencial, rompiendo las cadenas de un secreto prohibido. Y siente que el mundo va a explotar, que todo va a esfumarse y desaparecer en un mar de gritos lastimosos, en un tifón que arrasa con las conciencias de los imprudentes. Pero justo en ese momento de clímax en el que ya nada va a ser como ha sido, ni como es -que en realidad no lo es-, las miradas se desvían, y todo el mundo sigue su curso, hacia adelante. Y Franco siente que la fuerza del inicio se detuvo a dormir en sus convicciones, me mira con un dejo de tristeza y dice que la convicción no es más que eso, inercia, pero una inercia hacia atrás, una inercia que precursa toda su energía y la malgasta como forma de omisión, pues el hecho de presentir de antemano el éxito con la gente lo duerme, lo anestesia en el momento de la verdad, “...cuando era necesario poner toda la carne en el asador”, dice. Y después de afirmar esto último, maldice por el solo hecho de haber utilizado una frase gastada por el común de la gente, justamente esa gente que él no quiere ser, y medita por un instante. Me mira luego con una sonrisa cómplice, y vocifera como subido a un pedestal “Sucedió lo impensado: David quiso tomar la piedra asesina de Goliath, pero no sabía que luchaba en un campo de trigo”, mientras un pequeño brillo en sus ojos promete al mundo un nuevo round. En ese momento yo pienso “Perdió una batalla, pero no la guerra”, y no me atrevo a decirlo, pues me da vergüenza.

* Quise decir historia.


(Continuará en próximas publicaciones)
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07 junio, 2010


De Terrazas Y Sol


El Queco se encuentra apesadumbrado. De repente siente como una sombra de duda embutida en la cresta de su cabecita. Mira en las alturas y allá a lo lejos, muy por encima de sus expectativas, reconoce el gris de una nube paseandera en los cielos. Y le ha tapado el sol. Ya tiene todo listo para gozar el fulgor del astro, y resulta que se le nubla el panorama. La sillita, el bronceador, algodoncitos humedecidos para los ojos, media zanahoria y la radio AM con unos buenos foxtrots hilvanando el silencio de la siesta y la terraza. Todo disperso en el toallón, como un aquelarre de tardes y verano. Pero se han nublado las cosas; y el Queco comienza el refunfuño típico de estos muchachitos; primero unas morisquetas que nadie entendería cómo plasmar en un rostro ajeno (los Quecos logran maravillas con sus músculos faciales), y luego de encontrar el punto justo de tensión entre el ceño, las mejillas y una curva en los labios cual plastilina, libera del pecho un sollozo bajito, mientras se planta las manos en la cintura. Y allí se queda unos minutos, con los ojos cerrados, esperando al abrirlos que todo sea un sábado de super acción. Pero es domingo de siestas, y lo único que escucha es el canturreo de la radio.

–¡Cálla ya, radio chillona! –logra esbozar en una moqueadita de niña. Apaga el aparato, maldiciendo su suerte.

Pobre muchacho. Tienen algo raro los Quecos, siempre andan tropezando con problemas. Pero pequeños. Por añadidura luego vienen los grandes; es como una ley universal kármica que llevan en su existencia, inamovible como una regla de tres simple.

Queco espera entonces que llegue un poco de viento, porque la tarde está de rechupete y en un tris tras va a poder disfrutar de un dorado virginal en su piel, para ir a presumirle luego a sus amigos de la escuela. Pero el viento no llega; pareciera que la nube entendiera lo que espera el Queco, la bondad del sol y como resultado un Narciso de terrazas. Y ahí se queda nomás, tapando los rayos. El Queco se lamenta, vuelve sus brazos al cielo queriendo convencer a la naturaleza con ruegos ancestrales de un documental visto el día anterior.

–Viento... –esboza como un cántico de Chamán.

–...Dile, a la lluvia... –logra escucharse desde lo lejos, de forma muy armoniosa y primaveral; un sonido preciso de cuerdas vocales buscando el juego.

Ya el Queco bajó los brazos y tiene arruinada la tarde, su intimidad y las ganas de sol. Se asoma hacia un lado y otro, dando vueltas como un trompo, buscando lo inevitable, y allá a dos terrazas de su casa, una Tita disfruta la tarde entre risas y albores de sol.

–Que quiero, volar...

–¡Tú no quieres nada, Tita bronceada, el que quiere un poquito de rayos ultravioletas soy yo, mírate ahí, toda ocre y chamuscada, y yo aquí como un esquimal! –avienta el Queco a través del silencio sepulcral de la tarde.

–Queco Queco, ¡mira mi bella piel atestada de este sol y el regocijo de sus rayos!

La Tita se levanta para ver mejor al muchacho, y este siente vergüenza de su cuerpito blanco como la nieve. Siente que pronto va a suceder algo, ese tipo de cosas fortuitas que pueden lograrse con sólo una sonrisa. Y Tita le está sonriendo, y Queco esperando lo inevitable. Tita mira al cielo, el sol le ciega la vista, luego mira al Queco, y aplaude y grita, mientras algunos perros responden con ladridos de armonía y tarde serena.

–Queco, ¿qué haces en la sombra? ¿No ves que mi amigo el sol quiere darte lo mismo que a mí?

–Tita sociable, no es tu amigo mi problema. Es esa nube que me lo tapa todo, y como verás, a ti parece que te resbala. Todo lo que tienes es el sol.

–Pero Queco, ¡es que yo no le presto atención a la nube! Por eso ella no me presta atención a mí y vuela tranquila en el techo azul... –dice la Tita, y de un salto floral comienza a dar vueltas en su sitio, llena de pasos y baile en sus pies. –Mira Queco, mira esto.

La Tita comienza a bailar ladanza. Salta, suelta sus cabellos y estos zigzaguean por el aire como un pincel dando batalla a un lienzo. Alza sus manitas y entorna cada uno de sus dedos, luego lleva las palmas a cada lado de sus caderas y menea toda su figura. Como es costumbre, el Queco se siente intimidado. Ya la tarde es toda de la Tita.

–No Tita, no me hagas la bailarina exótica que me pongo colorado. Ladanza no sirve para nada, sólo es un invento tuyo para olvidarte de todo.

–¿Es que no entiendes, Queco? Si te olvidas de esa nube que te tapa es mejor, vamos, mira mis pies cómo invocan al azar en cada paso, siente conmigo el ritmo del viento, vuelca tu cuerpo en un salto floral, anda, no seas parco.

Pero los Quecos son parcos por naturaleza. Éste en particular lo sabe, aunque siempre ha sentido la necesidad de ensuciar aunque sea una pizca su pulcritud, esa inercia de almidón en un cuello de camisa. Y la Tita esta allí, flotando en el baile, libre de ataduras, saludando la tibieza del sol.

Poco a poco el Queco lo siente venir; algo lo envuelve y se enciende en una de sus piernas; algo como un pulso constante, un golpeteo alegre que pide pasos, saltos, vueltas, bailes, gritos, zarandeo, y casi sin darse cuenta termina inventando un salto floral; mira a la Tita, que lo llama con sus manos, y así, lentamente, las suyas se elevan como atrapadas en una soga que la muchacha va tirando, grácil hacia ella, volviendo al Queco, sintiendo el vértigo del ritmo, tomando posición, abrazados a las cinturas, reinventando ladanza, en un grito de alegría que invade todo el espacio donde el silencio había traído quietud, donde todo estaba almidonado. Y el Queco y la Tita son plasticidad por los techos, colores fundidos, formas nuevas de a dos.

No sabe cómo, pero al dar el último paso, el Queco tiene tomada a la Tita, muy cerca, sintiendo su respiración agitada en el pecho. Mira sus brazos juntos, y una pequeña gota de sudor corre lentamente hacia abajo, resbala por su antebrazo, y se baña en la cintura de la Tita, que lo abraza llena de risas y júbilos de niña.

–Queco Queco, ladanza te sienta muy bien, aunque no esos pantaloncitos floreados. Te vendrían bien unas bermudas, que no el triángulo, ¿eh?

Otra vez el Queco que no entendió ni medio. Tita va y se sienta a tomar sol; Queco se queda parado. Todavía piensa en la nube y su terraza.

–Pero Tita, ¿qué hago yo aquí?

–Creo que está claro; tomas sol conmigo, Queco hermoso. Mira el colorcete que estás echando. Y bailas ladanza como un cacique, de rechupete.

El Queco mira al cielo. Siente como una evocación; pero en realidad lo que recuerda es que olvidó algo que se fue.

La nube ya no está.

El Queco se acerca a la muchacha con algo de temor, esperando una broma nueva. Pero Tita le hace lugar en su toallón, y le toma la mano para que se acomode junto a ella.

–Mira el sol, Queco; es todo nuestro. Como la vida. Deja que nos encandile.

Queco abre mucho mucho los ojos, mira directamente a la luz que lo enceguece, y ya no ve más nada. Pero sabe a la Tita a su lado, con los ojos tan abiertos como él.
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01 junio, 2010


Ventura


Era una hoja común y corriente, sin ningún detalle que la distinguiera; seguramente pertenecía a algún bloc o cuaderno de bolsillo, manchada de café y con la tinta corrida en varios lugares. Ni siquiera la letra manuscrita se mostraba dócil a la lectura, y era evidente un nerviosismo profundo en el trazo. La carta decía lo siguiente:

“Mamol, yo sé que andar pensando en estas cosas para vos no tiene sentido. Desde que te conozco siempre fuiste igual; Dios, lo esotérico, el destino y todo lo relacionado a las creencias populares siempre fueron tan importantes para vos como un pedazo de cemento seco. Yo nunca tuve ningún problema con respecto a eso; es más, creo que nuestras diferencias han sido siempre un gran catalizador en momentos de tensión y discordia, y esto nos ha ayudado a mantenernos a flote todo el tiempo que estuvimos juntos. Vos con tus creencias (o la ausencia de ellas), yo con las mías; Caín y Abel un poroto. Pero siempre fue el respeto mutuo, nunca la descalificación gratuita, y no dejo de agradecer que me tomaras como un igual aceptando lo que soy. ¿Te acordás cuando recién nos estábamos conociendo? Me lo habían anunciado, y no sólo eso, sino que sabía cómo iba a ser la historia de allí en adelante por muchos años. Veía señales en todo lo que nos pasaba, le daba sentido a cada pequeña particularidad, mientras vos no hacías otra cosa que reírte a carcajadas de mis ocurrencias. Era muy divertido pasar el tiempo así; el foco de luz que explotó en la plaza, el libro de Bucay, la hora exacta de tu encuentro con el flaco Spinetta, las llamadas por teléfono al presentir que nos pasaba algo... No sé, hoy pensar en eso no me importa tanto, porque lo que rescato es que al fin y al cabo estamos juntos y esa magia según yo, inmediatez de la casualidad según vos, nos llevó a construir nuestra historia de una manera muy particular y enriquecedora.

Yo sé que estoy enfermo de “extrema credulidad”, como me dijiste aquella vez en el bar del Sol. Nunca voy a olvidar lo mal que me sentí conmigo durante tanto tiempo, lo idiota que llegué a ser muchas veces. Siempre buscando respuestas a lo largo de mi vida, pensando que las iba a encontrar en otros lugares u otras personas. La religión, los perceptivos, las energías, campos mórficos, mediums, canalizadores, la sanación y qué se yo cuantas cosas más... Me estafaron, me llenaron la cabeza de porquerías, de creencias que eran humo; soplabas y todo desaparecía. Sin embargo yo seguía en la constante búsqueda, tratando de encontrar un rescate externo, cuando a fin de cuentas lo único que hacía era huir de mí mismo, del verdadero problema, de mis demonios. Vos siempre fuiste mi cable a tierra; desde el primer momento no sólo me escuchaste, sino que te compenetraste con mi incertidumbre. En la plaza me miraste con tu mejor cara de amor, y dijiste “¿Sabés dónde vas a encontrar la respuesta?”, apoyando tu palma en mi pecho. “Quizás necesites ver las cosas desde otra perspectiva, si querés yo puedo brindarte todo mi escepticismo”. Y rompimos en carcajadas, y estalló el foco, y con el destello noté tu cicatriz, te pregunté así muy de cerca y las chispas ya fueron otras. La pelota comenzó a rodar y acá estamos.

Pero esto que pasó ahora ya es demasiado. La plata me importa poco y nada, lo sabés muy bien; la reparto, ayudo a mis amigos y familiares que lo necesiten, compro una casa con todo para llevar un buen pasar, hacemos un viaje alrededor del mundo, qué se yo, no me va a alcanzar la vida para gastar toda esa cantidad. Tendría que estar feliz, saltando en una pata y despreocupado porque todos los problemas que se pueden solucionar con dinero ya no van a existir más.

Y no puedo mamol, no puedo con esto. Es más grande que vos, que yo, más inmenso que la vida misma. No me ridiculices, por favor, no quiero que entiendas, porque sé que se contradice con todo lo que pensás y creés; pero convengamos que las cosas se dieron tal cual me lo dijo Esperanza. Aceptalo como es; así de simple. Aceptá el misterio, abrazalo y dejá que sea. No quiero preguntarme más nada ni darle vueltas a la razón. Las cosas fueron dichas, y así pasaron. Conocerte en el negocio, tu sobrenombre, las primeras conversaciones, el ir y venir de nuestros sentimientos encontrados, el tiempo que se estiró como un chicle durante un año, el primer beso y la frase exacta, los comienzos de nuestro devenir, la muerte de la abuela, el perro que te mordió la pierna, mi operación, vivir juntos, ser felices, no poder tener un bebé... y ahora esto; la lotería.

Te juro que traté de no pensar en ello, pero es imposible obviar el detalle más importante. Cuando fui a tu trabajo con la noticia y el billete en la mano nos abrazamos fuerte fuerte, así como nos gusta a nosotros, y no pude borrar mi cara de preocupación. Te escuché una y otra vez; intenté restar importancia al final de la predicción, pero ni vos estabas convencida de lo que decías, tu inquietud era mucho más evidente que la mía. Y mirá que tratamos de seguir impasibles, pero no, fue un peligro tras otro que ya no podemos manejar, como si el destino estuviera a cada rato mostrando el camino y el final definitivo, mientras seguimos haciendo malabares para escaparle por un rato más.

Y yo así no puedo más, no puedo, me estoy volviendo loco. No quiero que te pase algo malo por lo que me ha tocado. No te merecés esto, mi vida. La tragedia es mía y de nadie más. Hoy después que te fuiste al trabajo salí al patio a regar las plantas, y mientras miraba las nubes se derrumbó todo el sector de la parra que está encima de las reposeras donde siempre tomamos mates. Fue horrible; toda una maraña de alambres y fierros ahí a medio metro de donde estaba parado, como anunciándome la hora. Ya no puedo quitarme la imagen y la posibilidad de que los dos hubiéramos estado ahí sentados en ese momento. No puedo. Primero el choque con el auto, después el bote que se hundió en el río, en navidad las balas perdidas, la semana pasada el horno que explota y hoy esto. Basta.

Ya no quiero seguir esperando más. La predicción de Esperanza debe ser cumplida; y si el destino es vago para actuar, entonces habrá que darle una mano. Esta ventura es mía y no quiero que dañe lo que más amo en el mundo. Por favor, no me odies; entendé que no hay otra opción. Viví tu vida de la mejor manera, y recordá siempre que este tonto quizás alguna vez tuvo razón. Sos mi pedacito de turrón, mi beso de buenas noches, mi luz en la niebla. Recordá siempre lo mucho que te cuidé y lo mucho que te sigo cuidando. No hay tesoro más preciado que todo lo que me diste desde la primera mirada. Te amo. Te amé desde siempre y desde siempre te voy a amar. Adiós mi Pupi, te voy a estar esperando ahí, donde vos pensás que no hay nada. Tu Pipu.”

Esperanza terminó de leer la carta, levantó la mirada, vio el rostro de Pupi y supo que estaba en problemas.
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