27 septiembre, 2010


02 - El Franco y la Noche


Hasta el día de hoy la civilización, tal y como la concebimos la gran mayoría de los mortales, nos ha manejado con algunas variables más, algunos cambios menos, de la misma manera: para acallar el total salvajismo de la naturaleza humana se imparten ciertas reglas, creencias y mandatos represores, estableciendo un leve equilibrio en común que garantiza la convivencia entre unos y otros para no terminar destruyéndonos. Aquellos individuos que responden al modelo instaurado por lo general proliferan en números, y si el sistema de vida logra sostenerse y las bases del mismo se arraigan al inconsciente colectivo, la ecuación da como resultado una sociedad. Que ésta prospere y se mantenga en el tiempo depende de una sola cosa: obediencia. O mejor dicho pasividad.

Una sociedad se puede comparar con un río. Tiene un cauce donde el agua es contenida, y a su vez una dirección única que debe ser obedecida sin demasiado esfuerzo, pues una vez en ese cauce y abrazadas por el mismo, lo único que las aguas deben hacer es dejarse llevar. Suele decirse que la vida misma es como un río, entonces el ser humano sería un pez que fluye en la corriente. Dentro de ésta, su ciclo vital puede llevar un desarrollo óptimo: nacer, comer, crecer, multiplicarse y morir. En resumidas cuentas, si despojáramos al ser humano de algunas costras que nos han legado la civilización, las sociedades y la historia, nuestra vida no distaría demasiado de la de un pez. Ciertos ortodoxos de lo civilizado se aferran a la supuestamente irrebatible idea de que gracias a un ordenado modelo de sociedad, el ser humano logra desarrollar tanto sus libertades colectivas e individuales, siempre que el mismo acate las reglas y mandatos de convivencia estipulados, para que su pasar por la vida se asemeje al del pez fluyendo en la dirección que marcan el río y su cauce. Pero muchos olvidan que una cosa es un pez, y otra muy diferente un pescado.

Y el Franco siempre ha sido uno de esos que viven cuestionando lo estipulado. Baste un ejemplo, el día y la noche, tal y como se los concibe en la forma natural de nuestras sociedades. Como siempre le ha gustado eso de ir contra la corriente -su animal preferido es el salmón-, Franco vive de noche. Pero no duerme de día; más bien dormita, pues no quiere perderse nada del mundo, aunque despotrique contra casi su total integridad (asegura que la gran mayoría de lo que nos rodea y nos pasa merece ser criticado). Todos sabemos muy bien que en ciertas horas de la madrugada es necesario, hasta para la persona más noctámbula e insomne, cierto momento de relajo; despilfarrar por allí algún que otro cabezazo, jugarle una apuesta al sueño por pura gana, o el trabajo que no terminamos y trajimos a casa (otra vez). El Franco aprovecha esos momentos de debilidad en la conciencia para acometer contra su cuerpo. Cuando lo físico lucha la batalla del cansancio y exige recarga energética, mi amigo ofrece vigilia inagotable, cargamentos de café ennegrecido y extraños procedimientos con los que humilla al sueño, y disfruta su burla como un párroco luego del sermón ante los fieles. Cuando logra un estado de frágil lucidez que se asemeja a esa sensación que tenemos justo al momento de quedarnos dormidos y nos damos cuenta que eso es lo que está sucediendo, Franco inexplicablemente logra mantenerse a voluntad en ese estado durante horas.

Llegó entonces la noche en que se me ocurrió acompañarlo, y terminé descubriendo lo que es estar loco. En ese estado de vigilia ensoñada, Franco comenzó a divagar. Contó que ciertas personas aseguran que un demente no es otra cosa que alguien soñando despierto. Y el término soñar le parecía a su vez un feliz acierto, pero casi una verdad apocalíptica, ya que todo el mundo, tal como lo conocemos, no sería otra cosa que una ilusión colectiva. Bien sabemos que estamos divididos por consciente e inconsciente, y que este último se manifiesta en el sueño ejerciendo su libertad, la cual no encuentra en el estado consciente, gracias a las barreras que imponen la moral, la ética, los valores. Un loco entonces es aquél que ha dejado de reconocer -o ha perdido- todas estas imposiciones, y libera su inconsciencia al mundo material. Es así que sueña despierto. Pero entonces, ¿no está haciendo, no está siendo lo que realmente quiere, y el mundo no le deja ser y hacer? Según Franco, una gran razón para no dormir. Sacar al inconsciente a que tome un poco de aire; volverlo realidad constante. Yo le hice notar que gracias a las manifestaciones de la conciencia encontramos el equilibrio justo para lograr la convivencia con los demás; si no fuera por ésta, ya la raza humana se habría exterminado a sí misma. Y Franco me reprochó -luego de esto no supe qué decir- que ése es nuestro destino. Tarde o temprano vamos a ser exterminados por nosotros mismos, y ya lo estamos haciendo desde que somos hombres; y que gracias (GRACIAS) a la conciencia lo vamos a hacer muy tarde. Es como si estuviéramos pagando nuestro certificado de defunción en cuotas. Despotricó contra la histeria de la raza y sentenció que si vamos hacia nuestro fin, sería mejor hacerlo de una buena vez y no dar tantas vueltas.

“Mirá Juan; todos somos únicos, y eso lo sabemos bien. Esto se debe a que por suerte existe la subjetividad; creo que es la característica más rescatable del ser humano. Gracias a ella no somos logaritmos fríos e incorruptibles números, o piezas compactas de un rompecabezas. Pero a fin de cuentas, ¿lo somos o no? A qué estamos atados, qué o quién nos puso un grillete, de qué somos prisioneros? ¿Qué es este mundo delante de nuestras narices? ¿Vos fuiste partícipe de todas estas reglas y mandatos? ¿Alguien pidió tu opinión para que las cosas sean como son? Las pelotas. Me cago en este mundo. Me cago en vos, en mí y en los demás. Me cago en los que siguen lo estipulado; en la objetividad almidonada. Yo alabo lo subjetivo; mi subjetividad, la tuya, y la de toda la gente que la exprese. Esos miles de mundos diferentes que existen gracias a quienes piensan distinto e intentan hacer esa diferencia, aunque sea desde ese lugar tan chiquitito que ocupan en la sopa que es la gente. Y alabo a los artistas, que riegan con sus perfumes el nauseabundo olor a podrido que reina por todos lados; los artistas, que nos salvan con la sensibilidad de lo subjetivo. Y si decir esto es ser un loco, me cago mucho más en todo, y orgulloso estoy de mi delirio.”

Como dije, esa noche conocí la locura. Y hoy me da miedo lo que veo; siento que lo que me rodea puede llegar a esfumarse en algún momento, que pronto esa ilusión colectiva de la que Franco hablaba va a derrumbarse y a ser escombros de una estabilidad de marioneta, y no encuentro otra salvación que la de cerrar los ojos e intentar verme por dentro para salir afuera. Pero en ocasiones -que son las más- no me gusta lo que encuentro.


(Continuará en próximas publicaciones)
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16 septiembre, 2010


Instructivo N° 4


Empezar a caminar puede llevarse a cabo de muchas maneras, siempre y cuando usted se atenga a una regla básica e inamovible, que involucra en exclusivo al uso paulatino de los pies y los pasos. Toda trasgresión a la norma, léase inventos expeditivos de la raza (correr, bailar, patear, calzarse un zapato), deberá considerarse con prioridad y bajo su propio riesgo, ante la ocasión de afrontar una querella por regalías y derechos de autor.

Para caminar es preferible no esperar mucho tiempo, no vaya a ser que el evento lo sorprenda en plena actividad impositiva y con problemas de postura, ya sea a causa de la edad o la inclinación política. En relación a las inclinaciones más o menos aconsejables, la OMS recomienda unos precisos noventa grados con respecto al suelo en la etapa próspera del caminante (el grado óptimo dependerá del nivel de vida que nos preste la misma, no tanto como la edad que uno cargue en el cuerpo). Para no embarcarnos en habladurías de mesa y café, partamos del estado básico y natural que lo calificará a usted para esta empresa: estar parado (Nota: si este instructivo es consultado con motivos didácticos e involucrando a un tercero nato y precoz al que se intentará heredar la verticalidad, déjelo en el piso y gateando, hombre, ya tendrá bastante luego con todo lo heredado de usted).

Estando ya parado verá que nada es fácil desde tal altura, y sin apunarse, recuerde el principio básico de la ley de gravedad: todo cuerpo (el suyo en este caso) tiende a caer hacia el centro de la tierra (la masa debajo de sus suelas), y si usted no mantiene el equilibrio va a romperse los cuernos (gravedad). No hablaremos de la manera en que mantendrá el equilibrio, porque hoy como está el mundo sería utópico lograr un buen balance.

Bien, entonces usted se va a ir de bruces al suelo; recuerde que tiene a mano, o pie, los pasos. Nada de baile, en un santiamén llegarán los inspectores. Comience de la siguiente manera: cuando el ángulo de noventa grados que forma su cuerpo con respecto al piso disminuya, y note al plano horizontal con un tinte surrealista ante el brusco cambio de posición, cierre los ojos y piense en alguna litografía de Escher. Visualice en mente todas las convexidades que pueda generar su imaginación; sienta el mareo, y verá luego que el piso comenzará a acercarse hacia su nariz como aquella vez que de niño recibió un bello puñetazo del matoncito de la otra cuadra. Y usted no quiere moretones ni magulladuras en su rostro; con lo que le devuelve el espejo cada mañana es suficiente. Contrariamente a lo que imagina, para dar el primer paso no hay que estar seguro de nada, ni habrá que armarse de valor y confianza; todo lo contrario. Si usted siente su fe inquebrantable, pronto yacerá en posición decúbito dorsal en la guardia más próxima de algún hospital de mala muerte. Vuelva a imaginar esa innegable realidad: salud pública. Horas de espera, camillas y pasillos solitarios, enfermeras gordas y viejas fumando en los rincones, doctorcitos veinteañeros recién escupidos de la facultad, sonriendo sin poder desbaratar el nerviosismo en sus facciones, y de pronto allí el dedo índice enguantado, ejerciendo una pequeña presión en su tabique nasal, conviertiéndose en el dolor más desgarrador que emerge desde lo hondo de sus entrañas en un grito baboso y aniñado, digno de un pusilánime. Querrá salir corriendo, por supuesto. Pero espere, que primero hay que caminar.

Con todo el horror encima oprimiéndole el pecho y usted yendo derecho al desastre en el pavimento, intente lograr un indulto consciente para que ese espanto quede libre de toda culpa en su cuerpo. Luego de poner la casa en orden, dele una delegación típica de oficina, y me lo asigna del pecho al pie con orden de ejecutar un primer paso (si es supersticioso mucho cuidado que no sea el izquierdo). Entonces verá usted cómo el pie sale disparado hacia adelante, e inmediatamente su suela quedará plasmada en el piso. No empiece con festejos y deje las morondangas para Armstrong, que ahora viene lo más difícil; dar otro paso. Venga; allí está usted de piernas abiertas, y en un principio ha burlado la ley de gravedad. Ahora será importante rescatar el pie izquierdo. Pero claro, reconducir el miedo inicial del pie derecho a su contraparte sería echar por tierra todo el arduo trabajo que ha llevado adelante desde un principio. Deje el pie con su miedo allí dentro, esa será su motivación de ahora en más.

Llame a alguien. Seguramente estará dando un espectáculo en la vía pública, y varios transeúntes disfrutan de usted y su perseverancia para aprender a caminar. Ya con su colaborador elegido, dígale que junte las monedas y los magros billetes que la concurrencia habrá aventado tras algunos aplausos, y los guarde en su bolsillo. Que se quede con algo de propina; sea buen samaritano. Le indicará lo siguiente: es necesario que se ubique detrás de usted, muy cerca, y con uno de sus pies (no los suyos, ya están ocupados), le pise la suela trasera izquierda, justo en el talón, gritando de manera épica el nombre Aquiles. Verá usted que bastará ese toquecito inocente para que su pie izquierdo salga de manera automática en busca de su hermano derecho. Ahora será cuestión de intercalar los pies y los pasos, encontrando el ritmo y la coordinación a medida que siga los ejemplos de Frankenstein en primer término, Verbal Kint en el nivel medio, y Tony Manero al alcanzar la plenitud del caminar.

He aquí la técnica descrita en su totalidad. Miedo a caer en la derecha, cuidado que lo pisen por detrás en la izquierda. Usted no tiene más que pensar. Los pies, cada uno por su lado, responderán a sus patologías de manera automática, a no ser que alguna vez se le de por hacer terapia y encuentren la razón verdadera de su accionar. Si esto sucede, la casa no se responsabiliza por daños y perjuicios; buscará entonces nuevos traumas para sus pies.

Ahora usted sabe cómo caminar. Limítese a fluir entre paso y paso, firme y hacia adelante. Salga, coma veredas, experimente en la hierba, la tierra del campo, cualquier superficie sólida es la mejor opción. No se deje tentar por las extravagancias; deje las hazañas a Jesucristo o Michael Jackson, y en cuanto hacia dónde ir, hágale caso a Machado.
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15 septiembre, 2010


Génesis


No me gusta el tren fantasma. Contrario a esto, la mayoría de la gente disfruta del mismo, y creo entender por qué tiene tantos adeptos. La razón más evidente es la necesidad de sentir algo tan real y palpable como el miedo, la adrenalina disparada por todo el cuerpo y el corazón bombeando la vida en cada latido; una forma arcaica de saberse vivo, que escapa a cualquier intento de lógica, y conecta directo a los temores primarios de una persona, como la oscuridad, lo oculto o lo sobrenatural. Es también un deleite masoquista; quien se lanza a esa nada lúgubre está alimentando lo más íntimo y traumático de su infancia, o quizás construye un acto de osadía contra el mismo temor, una suerte de provocación efímera para salir victorioso al terminar el recorrido; aunque yo no he visto a nadie entrar solo. Siempre es acompañado. Es muy sencillo compartir la experiencia si se tiene otra persona para tomar del brazo y sentirse protegido, pero quisiera ver qué sucede si alguien se expone al hueco del tren fantasma en la más absoluta soledad. Estoy seguro que de esta manera la atracción ya estaría entre aquellos divertimentos que la mentira del progreso se ha tragado. Pero más allá de todo esto, más allá del miedo en sí, hoy en día veo que la convocatoria del paseo se resume a una sola cosa: sentir. Sentir algo. Aunque sea espantoso. Pero algo real.

He vivido lo suficiente para afirmar, como dice la gente grande, que el mundo de hoy ya no es el de antes. Podría hacerse una salvedad al respecto y decir que el mundo sigue siendo el mismo, y la gente es la que ha cambiado. Yo declaro lo siguiente: el mundo es el mismo y la gente también; lo único que cambian son las máscaras. Y este presente que nos toca atestiguar es la era de la máscara. Todos están escondidos, viviendo el anonimato, al resguardo del otro, mirando por sobre los hombros. ¿Pero qué ha vuelto a las personas así? El miedo. Un miedo demasiado abstracto y volátil como para entenderlo y difícilmente identificarlo. Muta constantemente: temor a mostrarse real, vulnerable y lleno de errores, prejuicios ante lo nuevo o distinto, competencia desleal y traicionera, individualismo salvaje y excluyente, miedo a saltar vacíos confiando en los demás sin pensar en las consecuencias; y así se termina siendo otros, esos, aquellos, los demás, y nunca nosotros. Hoy es tiempo del nadie. Nadie hace, nadie dice; sin embargo el mundo sigue andando.

Entonces, en este reino absoluto de la máscara y las apariencias, cabe preguntarse cual es la realidad. La realidad del ser humano es su miedo más íntimo. Es lo único auténtico y palpable que le ha quedado. Por eso entiendo que tantas personas se vuelquen al tren fantasma y siga vigente, a pesar de la falsa explosión de sentidos a la que nos ha llevado la tecnología. Es paradójico: se huye del miedo a través del miedo, y se busca lo real a través del disfraz. Porque justamente la atracción es eso, una gran máscara oscura, maquillada de celofán y cartón, escenario de humedad, sombras y mugre, cables, alambres y dispositivos de puro artificio, laberintos que hacen vivir el horror auténtico y primigenio, un miedo puro y cristalino que toma forma diferente para cada uno, pero que sin duda alguna viene del mismo lugar, de la misma entraña, la misma humanidad y el mismo temor instintivo que hace a todos iguales. Ése es el miedo real, y no el que reina en el mundo fuera de los túneles del tren fantasma; ése es el miedo que nos muestra la verdad: la gente no ha cambiado nunca.

Aún así, tras décadas enteras de trabajo sin interrupciones y conociendo todos los secretos sobre el arte de asustar, hoy desprecio mi labor en este sitio. Tarde o temprano iba a suceder, lo supe cuando huí de mis tierras ya hace tiempo, y finalmente estoy cansado. Vivir encerrado en esta mentira decorada no es para mí; no me han nacido para esto. Sin embargo, nunca me he sentido tan a gusto en otro lugar que no sea éste. Y no hablo de melancolía o nostalgia por antaño, ni remembranzas de niñez; este lugar es lo más cercano a un hogar que he tenido en mucho tiempo. Allá afuera los autos, las luces, el ruido, el rebaño y la acometida furiosa del progreso me han desplazado definitivamente, para terminar en este hueco escondido y apagado. Todo por tener escrúpulos; por dudar del llamado natural. Por creer en el ser humano. Una raza acabada, mohosa, sin ningún atisbo de humanidad, viviendo una mentira y en la recta final que conduce a la destrucción. Eso es lo que buscan en estos túneles; revivir el último baluarte de sus realidades. Eso es lo que piden: la aniquilación total del afuera, la muerte de la máscara, la urgencia de un nuevo camino; realidad a través de lo auténtico.

El paso del tiempo y el curso de la historia han demostrado que no hay lugar en el mundo para lo que soy. Así como se debe aceptar lo irreparable, abracé esta idea y me hice a un costado, legando el reino a la humanidad, sólo para ser testigo de su decadencia y posterior caída en este presente aciago. Hoy, la quimera del hombre está abierta junto a las puertas del tren fantasma, clamando el desenfreno del horror y la sangre. Porque la sangre es vida. Y a través de ella nacerá un nuevo mundo, como también el verdadero cambio. Ellos quieren realidad; yo les daré al vampiro.
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11 septiembre, 2010


¿La Gallina Turucuanto?


El Queco se cansa de la ciudad; tanto pastiche urbano le nubla los anteojos, así que decide urdir un día de campo en el descampado de la esquina. Este lugar es El Dorado del infante: tiene mucho pasto de selva imaginada, horizontes tapiados y algunos animales para jugar a que los corran despavoridos entre aleteos y gorgojos. Se ha puesto los pantaloncitos cortos, pero también medias hasta las rodillas, no vaya a ser que los cardos le dañen la piel -o peor aún- sus gemelos tan bien cuidados. Sube al tapial del descampado con todo el cuidado del universo, mira a un lado y otro buscando que nadie lo vea (los Quecos son tan exclusivos de ellos mismos), y ya está escuchando algo como un baile familiar, o la inminencia de una dificultad. Allí abajo, justo donde tiene pensado alunizar con un gran salto para el Queco y al corno la humanidad, una Tita hace círculos y corretea dando tumbos carneros, mientras los animales vuelan y saltan y vuelven a hacer lo mismo todo el tiempo, como buenos animales que son. Queco se lamenta, pues quiere jugar; el problema es que siempre lo hace solo y con sus reglas, las que ni él mismo trampea a pesar de ser creador absoluto. La Tita se lanza en vuelos al ras, tratando de alcanzar algún animalito. El Queco piensa “Que no la agarre, que no la agarre...”, pero ya la muchacha tiene su gallina preferida en el regazo y la acaricia con un canto.

–¡Tita ladrona, deja mi gallina en paz! –grita de saltos y caídas al pasto (Armstrong tendrá la exclusiva, siendo más humilde).

La Tita echa un paso adelante, y Queco se aplasta contra el tapial, como buscando un escondite en las grietas.

–Queco Queco... ¿Es tu gallinita? Pues me gusta lo tuyo, ¿puedo jugar con ella yo también? –y lanza al aire al animal, que con unos aleteos truncos va a parar encima de un matorral. El Queco se espanta; la Tita hace burbujas de aire con el aire burbujeante y se las regala.

–¡Turuleca! ¡Ven aquí conmigo, vamos a comer bichitos! –llega a balbucear el muchacho.

–Es Turuleta, Queco.

–Esta gallina es mía, y es Turuleca, Tita insana. No me des vuelta ol euq ogid.

–Bueno. Pero es Turuleta, ¿estamos?

El Queco hace pucheros con sus labios, y Tita hace sonrisas de flores en las manos; casi que lo está convenciendo. Un dejo de impaciencia y nerviosismo se le agarra por adentro, como las patas de la gallina se aferran a las ramitas del matorral.

–Shhh, Tita; verás, sabrás y callarás –dice el Queco, dirigiéndose a la gallina en cuclillas. –Turuleca, ven aquí conmigo.

–Turuleta...

–¡Turuleca, Tita!

–Turuleta, ven con tu amiga la Tita.

El pobre animal no sabe hacia donde ir; se ha hecho un lío en la identidad. Mira a uno y otro, quiere arrancar hacia el Queco, luego la Tita, se mueve en el matorral, salta, no salta. Los pequeños rivales se acercan uno al otro agachándose, buscando complicidad y estirando sus manitas.

–Turuleca... –el Queco.

–Turuleta... –la Tita.

–¡Leca, Tita!

–¡Leta, Queco!

–¡Leca!

–¡Leta!

Leca, Leta, Leca, Leta... Ya la gallina está hecha puré de indecisión, pobrecita. El Queco y la Tita se han puesto uno al lado del otro y se codean, uno con el rostro colorado, la otra con la voz por el aire y dibujos en el vestido. Por fin de un salto la gallina va al suelo, y comienza a acercarse en un continuo zigzag que no hace más que desorientar, hasta que llega donde los dos, tan juntos que sienten el cuerpo del otro al contacto.

–Hola Leca! –dice Queco.

–Hola Leta! –dice Tita.

Los dos se miran. Tienen en brazos a la gallina, y esta se siente tan a gusto que se deja acariciar y acariciar, tanto por uno y otro.

–¡Lecaleta! –grita la Tita con un brillo de alegría.

–¿Lecaleta, Tita?

–Ladanza, Queco.

Los dos sonríen y se ponen a bailar Ladanza con la gallina Lecaleta. La Tita gira que gira, y al Queco se le han bajado las medias hasta los talones; los cardos acarician sus pantorrillas y no le importa.
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05 septiembre, 2010


Ramón


Mar adentro,
mar adentro.

Y en la ingravidez del fondo
donde se cumplen los sueños
se juntan dos voluntades
para cumplir un deseo.

Un beso enciende la vida
con un relámpago y un trueno
y en una metamorfosis
mi cuerpo no es ya mi cuerpo,
es como penetrar al centro del universo.

El abrazo más pueril
y el más puro de los besos
hasta vernos reducidos
en un único deseo.

Tu mirada y mi mirada
como un eco repitiendo, sin palabras
‘más adentro’, ‘más adentro’
hasta el más allá del todo
por la sangre y por los huesos.

Pero me despierto siempre
y siempre quiero estar muerto,
para seguir con mi boca
enredada en tus cabellos.


Ramón Sampedro.
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