En la plaza hay albores de sol cuando el Queco llega y comienza a buscar un buen sitio de pasto y serenidades. Le es imperante descansar un poco la perspectiva, ya que hasta hace rato no ha hecho otra cosa que mirar demasiada gente en la calle -e irremediablemente- sentirse muy solo. Y como los Quecos llevan de estandarte el amor a la soledad, tanto bullicio de veredas y peatones lo ha descolocado: lleva la nariz en los dientes, los dientes en la frente y las ganas de alguien en las manos, algo así como querer abrazar. Busca y desespera entre los bancos de la plaza, pero en cada uno de ellos encuentra razones que se dispersan en sus brazos para estirarlos y apretujarse muy fuerte; el anciano dando de comer a las palomas, la madre haciendo mimos al bebé, los niños jugando a la popa, la chica que lo mira de reojo y sonríe tibiamente.
El Queco se pone muy nervioso y ahora sus orejas están en los hombros. Corre al azar, a diestra y siniestra siente la tarde, hasta que por fin el aquelarre de sus piernas lo llevan detrás de unos árboles donde el pasto es tan verde como el rojo en el vestido amarillo que lleva esa Tita, de espaldas al suelo, de frente al cielo y de ojos cerrados. Como es costumbre, un encuentro de estas magnitudes es infortunio para el Queco, que de un sobresalto da media vuelta y se dispone a correr pelándose los codos que ahora están donde sus pies. Recuerda que al fin y al cabo el Merthiolate arde a mares, y luego de un sollozo con voz desconocida, se sienta en el césped a merced del azar.
–Gracias –dice la Tita, igual de tibio que la chica que lo mira de reojo.
Como si fuese la nueva costumbre antigua, el Queco se siente en la cuerda floja, a punto de subirse a una aventura de las que no le gustan, esas que no se pueden controlar.
–No entiendo por qué me agradeces, Tita serena.
–Que gracias por el salto floral que diste cuando me encontraste. Mira qué lindo ha quedado mi vestido. Aunque creo que el sueño no es tan mío como pensaba; yo no hice esto. Y la intensidad de un simple beso es proporcional a un abrazo que a brazos damos.
Ciertamente, el vestido ahora está lleno de flores, y el Queco dado vuelta de afuera hacia adentro, o viceversa. Pareciera que empieza a entenderlo absolutamente nada; porque le encantaría reprocharle tantas cosas, pero lo único que le sale es quedarse atónito. Y le sale horrorosamente bien.
–Y perdón, mi Queco... Estás hecho un rompecabezas hermoso que no te gusta, pero siempre me pasa que cuando sueño, juego mucho con lo que no puedo al estar despierta. Por lo menos uno puede ser dueño del sueño, ¿no te parece?
–Pero Tita, ¿cómo es esto? ¿Estás soñando conmigo? –dice el Queco con la voz muy bajita, tanto que se da cuenta que en realidad no ha movido los labios y el sonido resuena en su cabeza. La respuesta le llega de la misma manera, tan vital y desde las entrañas, que siente como si estuviera hablándose a sí mismo. –Y si dejaras de soñar, ¿qué será de mi?
–No lo sé, Queco. Pero creo que sería bueno averiguarlo. Ven que te pellizco a ver qué me sucede –dice la Tita, mientras extiende sus brazos. –Acertar un abrazo ante la necesidad del mismo vale por dos, el uno y el otro. Pero poder pedirlo, vale la vida misma.
–¡No me toques, Tita de la perdición! –grita el Queco, mientras siente que toda su existencia pende de un hilo de barrilete. –¿No ves que este es mi mundo? ¿Que sólo aquí existo y me sé vivo, en esta ventana de imaginación y sueño? ¡No quiero desaparecer, Tita, no lo hagas, por favor, que quiero tantas cosas, tantas que no puedo explicar! –termina diciendo con los brazos muy abiertos.
La Tita lo mira y sonríe tiernamente. El Queco está a punto de llorar. Se acerca a su rostro, le da una caricia con el dorso de su mano, pone cada cosa en su lugar y lo mira al fondo de los ojos, tan adentro que el Queco ve su mirada reflejada en las pupilas de la muchacha como él mismo.
–Tanto en tan poco, –dice la Tita. –Mira qué hermosos son tus brazos abiertos. ¿Quieres un abrazo, Queco?
–Siento mucha vergüenza, Tita. Me gusta tanto estar solo. Pero sí.
–¿Sí qué?
–Quiero un abrazo.
–Entonces despierta. Quizás la realidad no sea tan distinta a la de tu sueño, y yo quiera un beso que se sienta como un abrazo, y tú un abrazo que se sienta como un beso. O viceversa. Igualmente ya sabes que son proporcionales.
–¿Qué?
–Que despiertes –y tomándolo de los hombros, lo empuja hacia atrás.
De pronto un abismo, la caída libre, y justo antes del impacto el Queco despierta en el césped de la plaza, bajo un sol radiante y junto a la Tita y su vestido floreado en una siesta de tres de la tarde. La contempla muy despacio para no despertarla y se acerca a su rostro, mientras siente el tibio ida y vuelta de su respirar en él. Mira hacia un lado, mira hacia el otro, se pone colorado y le da un pequeño beso en los labios, que siente como un abrazo, que siente como un sueño, que siente como un todo. La Tita despierta y sonríe de punta a punta.
–Hola de nuevo, Queco –y lo abraza.