04 marzo, 2011


Proporciones


En la plaza hay albores de sol cuando el Queco llega y comienza a buscar un buen sitio de pasto y serenidades. Le es imperante descansar un poco la perspectiva, ya que hasta hace rato no ha hecho otra cosa que mirar demasiada gente en la calle -e irremediablemente- sentirse muy solo. Y como los Quecos llevan de estandarte el amor a la soledad, tanto bullicio de veredas y peatones lo ha descolocado: lleva la nariz en los dientes, los dientes en la frente y las ganas de alguien en las manos, algo así como querer abrazar. Busca y desespera entre los bancos de la plaza, pero en cada uno de ellos encuentra razones que se dispersan en sus brazos para estirarlos y apretujarse muy fuerte; el anciano dando de comer a las palomas, la madre haciendo mimos al bebé, los niños jugando a la popa, la chica que lo mira de reojo y sonríe tibiamente.

El Queco se pone muy nervioso y ahora sus orejas están en los hombros. Corre al azar, a diestra y siniestra siente la tarde, hasta que por fin el aquelarre de sus piernas lo llevan detrás de unos árboles donde el pasto es tan verde como el rojo en el vestido amarillo que lleva esa Tita, de espaldas al suelo, de frente al cielo y de ojos cerrados. Como es costumbre, un encuentro de estas magnitudes es infortunio para el Queco, que de un sobresalto da media vuelta y se dispone a correr pelándose los codos que ahora están donde sus pies. Recuerda que al fin y al cabo el Merthiolate arde a mares, y luego de un sollozo con voz desconocida, se sienta en el césped a merced del azar.

–Gracias –dice la Tita, igual de tibio que la chica que lo mira de reojo.

Como si fuese la nueva costumbre antigua, el Queco se siente en la cuerda floja, a punto de subirse a una aventura de las que no le gustan, esas que no se pueden controlar.

–No entiendo por qué me agradeces, Tita serena.

–Que gracias por el salto floral que diste cuando me encontraste. Mira qué lindo ha quedado mi vestido. Aunque creo que el sueño no es tan mío como pensaba; yo no hice esto. Y la intensidad de un simple beso es proporcional a un abrazo que a brazos damos.

Ciertamente, el vestido ahora está lleno de flores, y el Queco dado vuelta de afuera hacia adentro, o viceversa. Pareciera que empieza a entenderlo absolutamente nada; porque le encantaría reprocharle tantas cosas, pero lo único que le sale es quedarse atónito. Y le sale horrorosamente bien.

–Y perdón, mi Queco... Estás hecho un rompecabezas hermoso que no te gusta, pero siempre me pasa que cuando sueño, juego mucho con lo que no puedo al estar despierta. Por lo menos uno puede ser dueño del sueño, ¿no te parece?

–Pero Tita, ¿cómo es esto? ¿Estás soñando conmigo? –dice el Queco con la voz muy bajita, tanto que se da cuenta que en realidad no ha movido los labios y el sonido resuena en su cabeza. La respuesta le llega de la misma manera, tan vital y desde las entrañas, que siente como si estuviera hablándose a sí mismo. –Y si dejaras de soñar, ¿qué será de mi?

–No lo sé, Queco. Pero creo que sería bueno averiguarlo. Ven que te pellizco a ver qué me sucede –dice la Tita, mientras extiende sus brazos. –Acertar un abrazo ante la necesidad del mismo vale por dos, el uno y el otro. Pero poder pedirlo, vale la vida misma.

–¡No me toques, Tita de la perdición! –grita el Queco, mientras siente que toda su existencia pende de un hilo de barrilete. –¿No ves que este es mi mundo? ¿Que sólo aquí existo y me sé vivo, en esta ventana de imaginación y sueño? ¡No quiero desaparecer, Tita, no lo hagas, por favor, que quiero tantas cosas, tantas que no puedo explicar! –termina diciendo con los brazos muy abiertos.

La Tita lo mira y sonríe tiernamente. El Queco está a punto de llorar. Se acerca a su rostro, le da una caricia con el dorso de su mano, pone cada cosa en su lugar y lo mira al fondo de los ojos, tan adentro que el Queco ve su mirada reflejada en las pupilas de la muchacha como él mismo.

–Tanto en tan poco, –dice la Tita. –Mira qué hermosos son tus brazos abiertos. ¿Quieres un abrazo, Queco?

–Siento mucha vergüenza, Tita. Me gusta tanto estar solo. Pero sí.

–¿Sí qué?

–Quiero un abrazo.

–Entonces despierta. Quizás la realidad no sea tan distinta a la de tu sueño, y yo quiera un beso que se sienta como un abrazo, y tú un abrazo que se sienta como un beso. O viceversa. Igualmente ya sabes que son proporcionales.

–¿Qué?

–Que despiertes –y tomándolo de los hombros, lo empuja hacia atrás.

De pronto un abismo, la caída libre, y justo antes del impacto el Queco despierta en el césped de la plaza, bajo un sol radiante y junto a la Tita y su vestido floreado en una siesta de tres de la tarde. La contempla muy despacio para no despertarla y se acerca a su rostro, mientras siente el tibio ida y vuelta de su respirar en él. Mira hacia un lado, mira hacia el otro, se pone colorado y le da un pequeño beso en los labios, que siente como un abrazo, que siente como un sueño, que siente como un todo. La Tita despierta y sonríe de punta a punta.

–Hola de nuevo, Queco –y lo abraza.
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12 octubre, 2010


Diecisiete (Doce) Cuadras


-Osvaldo... Mire; mejor le digo la verdad. Me cansé de este grupo borrachón. Ya no puedo mantener una conversación coherente, y sus amigos están cada vez peor. Quisiera irme a mi casa. ¿Usted haría el favor de acompañarme?

Se había escurrido entre Manuel y Ramón, que la acechaban después de la undécima copa de vino regalada al brindis. Como una súplica, esquivando las sillas desparramadas fuera del tablón, llegó a mi lugar apartado bajo la frescura del sauce que dividía el patio. Mi cenicero estaba lleno de colillas, quedaban pocos cigarrillos, la nuca me dolía, y el lugar era ya una ensalada amorfa de cuerpos que no tenían la más mínima relación con los sonidos que carraspeaba la fonola.

Y ahí estaba Julia, arrodillada y hablándome al oído; como ocultándose. Era extraño. El reloj recién marcaba un nuevo día y la madrugada despertaba. Los muchachos estaban bastantes insoportables, tal vez, pero era divertido escuchar los raudos suspiros y oraciones inconclusas en las que volcaban todo un paisaje etílico. Julia apretó suavemente mi hombro para insistir. En realidad no estaba muy a gusto con su forma de pedirme aquel favor, pero al notarle cierto brillo de sugerencia en los ojos, dejé de buscar en mi archivo de excusas gentiles para damas, y accedí sonriendo. La tomé del brazo y nos levantamos mientras reflexionaba: apenas había pasado media hora de la medianoche, Julia vivía un poco alejada del lugar, y en realidad nadie sabía qué esperar allá afuera en las calles del barrio, oscuras y húmedas gracias al maldito verano que sufríamos en esos tiempos de miedo casi prohibidos para aquel que quisiera vagar solitario en la noche. Bastaba el sólo hecho de pensar un instante en la posibilidad de caer en las manos de un depravado como el que andaba suelto y al acecho.

Ajenos de lo que sucedía a nuestro alrededor, nos deslizamos hasta un tapial y desaparecimos por detrás del sauce que nos ayudó a pasar inadvertidos. De allí en más, la calle nos acogió con su soledad forzada.

En aquél panorama desértico supongo que hubiera sido agradable observarnos desde lejos. Un indiscreto se habría encontrado con dos siluetas adueñándose de toda la oscuridad nocturna; el caballero y su dama marcando el compás del camino. Un caballero rey en su imagen de hombre considerado y valeroso. Una dama que halagada de encanto, lo llenaba de orgullo. Y allí estaban, eran, pero al mismo tiempo no. Porque también había un hombre que en su interior, donde nadie podía verlo, agradecía estar acompañado en aquella boca de lobo. Un cobarde incapaz de confesar el temor a la oscuridad; un niño que necesitaba de un abrazo y contención; un pasado de carencia afectiva.

Luego de unos pasos faltos de coordinación, doblamos en la esquina y nos detuvimos bajo el toldo del quiosco de María. Que cómo le va, que tanto tiempo sin vernos, que el calor insoportable. En fin, las mentiras piadosas de nuestro papel de siempre, para no pasar al silencio incómodo y rellenarlo con cosas más vacías y menos interesantes que la tranquilidad de esperar un simple vuelto.

Cruzamos la calle sin otra posta en el camino, y Julia abrió su paquete de cigarrillos.

-Tome. Fúmese uno conmigo.

-No, gracias. Ya estoy bastante atabacado por esta noche.

Yo venía tranquilo con las manos en los bolsillos, y no tenía intención de sacarlas por el momento.

-Vamos, Osvaldo. No me deje sola. Compartamos la misma nube de humo.

-Bueno Julia, si insiste...

Trabajosamente, saqué las manos.

-Che, ni que hiciera frío -dijo empujándome con su hombro.

Lo peor que pudo haber hecho en ese momento fue tutearme de manera cómplice para romper el hielo. Junté mis cejas lo más que pude y la miré fijo, esperando no tener que explicar mi desaprobación con su actitud.

-Bueno, como quien diría, el horno hoy no está para bollos... -y me empujó de nuevo.

Otra vez esa confianza insegura y grosera. Quise insultarla, pero me contuve imaginando mi cama bailando en el silencio de la tranquilidad, con el velador encendido sobre mi cabeza. Me limité entonces a tratar de no prestar atención a la oscuridad; bajar la mirada en los pies, contar los pasos, y degustar mi cigarrillo. Para colmo de males eran Fontanares. Ese dibujo estúpido con los arbolitos. Julia entendió mi indirecta, y caminó unos metros sin emitir otro sonido más que el leve exhalar del humo de esa bocota que tenía. Bocota para parlotear como un loro que aprendió su primera palabra; pero según los muchachos del bar, para otras cosas servía.

Verán: Julia hacía poco tiempo que estaba en el barrio. Había llegado casi sin llamar la atención, con nada de equipaje, prácticamente lo que traía consigo. Con el pasar de los primeros días comenzó a pasearse por las veredas como una ráfaga de viento sur; se instaló en el cuartucho de una pensión, y todavía buscaba trabajo. Ya en menos de una semana estaba en boca de las mayores chismosas de la cuadra, y gracias a su desenfado juguetón y sugerente, comenzó a tener cierta mala fama. Y parecía estar hecha para ese juego sucio; le gustaba. No era linda, pero tampoco su espejo se opacaba al reflejarla; grandota, de senos opulentos, siempre ingeniando alguna forma para hacerlos resaltar más de la cuenta. Todo el tiempo su boca pintada de un rojo furioso, que resaltaba los labios como una marquesina de cine. Ella nunca lo decía, pero usaba peluca; una peluca rubia con grandes bucles al estilo Marylin Monroe, que de vez en cuando dejaba escapar algún mechón castaño oscuro. Y siempre llevaba un pañuelo cubriendo su cuello, supongo que para ocultar algún detalle cosmético. Tendría unos treinta y seis años; era una espina de rosa suelta en un salón lleno de globos.

De su vida, poco y nada. Solamente que venía de la capital. ¿A qué en esta ciudad apueblada? Ella decía que buscaba tranquilidad. Y parecía que la encontraba, sobre todo al anochecer, ya que al poco tiempo se hizo habitué del boliche. Llegaba sola, sentada sola, marchaba sola. Una copita de jerez y quedaba perdida en la calle, a través de la ventana. Hasta que una noche se fue con Teodoro. Teodoro era el que más levante tenía en el grupo, y no era raro verlo acompañado por una mujer de vez en cuando. Los dos desaparecieron prácticamente de la misma manera que lo hicimos en la fiesta, y esa noche con los muchachos quedamos varados en ideas que con el pasar de las horas se tornaron historias prohibidas.

La intriga perduró hasta el día después, cuando Teodoro apareció medio deshecho, y las conjeturas continuaban en el mismo lugar donde habían quedado la noche anterior. Lo rodeamos como niños prestos a una travesura secreta, y allí tomó forma la célebre historia de la boca de Julia. Las viejas del barrio escribían simples gacetillas; nosotros, todo un diario completo.

En nuestro recorrido nocturno, todas estas cosas que sabía de Julia me daban vueltas en la cabeza como un carrousel de ideas, subiendo y bajando, desapareciendo y mostrándose en cada nueva vuelta. Su boca, su ropa, el misterio, la sugestión... En realidad, no sabía que hacer. Se me tiró encima y me tomó del brazo. Yo seguía con muy poco humor, e intentaba guardar aunque sea una mano en el bolsillo. Y la miré a los ojos otra vez, para recibir justamente lo que no quería: una mirada provocativa.

-Osvaldo... ¿No le da un poco de miedo esto de andar los dos solos por la calle, y a estas horas?

Parecía estar hecha solamente para fastidiarme. Me sentía mal por aborrecerla tanto, pero hacía todo lo que no debía. Miré el cielo que me espiaba con sus miles de ojos, bajé la vista aterrorizado, tomé aire y decidí hablar.

-Para eso me solicitó que la acompañe Julia, para que no tema.

-Si, ya sé, tontito... Pero... ¿Mire si ahora sale el loco ese y nos mata a los dos juntos?

La vena latiendo en mi nuca señalaba el límite de tolerancia -que en general ha sido siempre bastante efímero-, y mis manos comenzaban a transpirar sudor frío. Ataqué sin importarme ser rudo o grosero.

-Le dije que la acompaño para que no pase nada. ¿Usted no lee los diarios?

-En realidad no simpatizo con la tergiversación amarillista.

-Bueno, a ver si me atiende un poco. Supongamos que nos topamos con el tipo; sinceramente, creo que no haría nada. Este hombre, según lo que se describe en el diario, respeta ciertas condiciones al actuar. Estrangula por las noches, sí, tiene preferencias por las mujeres, pero en oportunidades que son detonantes para su libido criminal. Es necesario que estén solas, y su perfume desparramado a varios metros. La cuestión es que nosotros somos dos, yo soy hombre, y no creo que usted lleve puesto algún perfume.

La miré fijo por un instante en el cual quise cerrar los ojos para abrirlos nuevamente en la fiesta, y emborracharme con mis amigos en una avalancha de abrazos inconscientes y felices. Julia me miraba petrificada: pensé que a fin de cuentas había tocado su orgullo y se callaría por un rato, pero fue todo lo contrario. Su credulidad e inocencia le hicieron tomar mis palabras como un cumplido; sonrió, y se colgó de mi brazo. Escapé desviando la vista en el camino, ansiando la llegada a mi hogar. Y Julia, sin embargo, se acercaba más a mi cuerpo. Yo, agotado de llevar la máscara del duro, de reojo vigilaba el cielo, falto de luna y lleno de agujeros que miraban y miraban, una y otra vez. Caminábamos en la oscuridad total, de no ser por unos tímidos faroles que alumbraban a través de las ramas, dibujando sombras espantosas en el asfalto. Y una salida de estos soles nocturnos, nos hundía en una tumba que con cada palada de tierra estancaba mis pasos. El canto del viento a través de las hojas hablaba en el idioma del susto, y al cuerpo entero llegaban los recuerdos del niño que todavía soy bajo el influjo de la oscuridad.

Pero allí estaba Julia con su terca insistencia. Mi rencor comenzó a crecer como un desborde de río, mientras ella no dejaba de hablar del criminal, intentando llevar la conversación hacia el punto crucial: el sexo. Este loco ataba a sus víctimas y las violaba de una forma salvaje y grosera, estrangulando de manera gradual, ejerciendo cada vez más presión, hasta llegar al orgasmo en el mismo momento que la víctima moría asfixiada. Supongo que buscaba una verdadera fusión de la pequeña muerte, como llaman al orgasmo en Francia, con la muerte misma. Era tal la brutalidad aflorante de su frenesí, que cuando las pobres víctimas eran encontradas, sus cuerpos descansaban en un gran charco de sangre; sin embargo, no presentaban un solo corte en todo el cuerpo. En la mejilla de cada mujer, siempre la firma del asesino: una marca de rouge, como un beso de despedida.

Su mirada me punzaba la cabeza aunque intentara no mirarla. En realidad estaba inmerso en una encrucijada para mis pensamientos, porque sería hipócrita afirmar que no me interesaba en lo más mínimo la osadía de Julia; pero el momento y la situación no eran para nada los indicados. El menor sonido o movimiento eran un mazazo en mi nuca, un mareo repentino fuera de control. Ya no sabía de qué manera evitarla. Terminé mi cigarrillo, excusa para no decir palabra alguna durante las pitadas, y con un movimiento brusco me solté, o mejor dicho, solté la mano de Julia que era ya una ventosa adherida a mi brazo, para introducir las mías nuevamente en los bolsillos. Era lo que más quería.

Fue entonces cuando nos internamos en un callejón completamente oscuro. Era el final: mis miembros comenzaron a responder de una forma insólita, y un sudor frío, de hielo mortal, marcó mi frente. Las piernas comenzaron a temblar, y cada paso era una eternidad; cada sonido disparaba mi corazón en una carrera espantosa y lastimera. Los brazos, las manos, colgaban como carne congelada. Estaba muerto de miedo en una vida de latidos acelerados, y lo único que quería era tirarme al piso y llorar.

Lentamente caminamos; Julia me empujaba como si fuera un juego de escondidas macabro, y arrastrando los pies como si mis suelas fuesen de hierro, me dejé llevar hacia el terror. Transitábamos ya la mitad del callejón, y me hubiera costado todo el resto de mi vida llegar al otro extremo, si no hubiera sido porque en ese momento Julia tomó mi mano.

-Osvaldo... Lo que sí sé sobre ese hombre es lo que hace antes de matar a sus víctimas...

De repente todo en mí era calma. El temblor que amenazaba con tumbarme como una pared desapareció. La oscuridad era ahora mi amiga de toda la vida; por las ventanas de las casas no me acechaba nadie; la luna asomaba entre las azoteas para saludarme, rodeada de constelaciones; los murciélagos sobrevolaban mi cabeza silbando al alejarse, y tenía frente a mi sonrisa eterna y novel, a esta mujer que apretaba suavemente su mano con la mía y hablaba no sé qué cosa. Y un impulso me mandó actuar; algo a lo que no quiero encontrar explicación; algo que nunca jamás voy a reprocharme.

Tomé a Julia por la cintura, la miré a los ojos, y le entregué el beso que entregaría solamente a la mujer de mi vida, que no era precisamente ésta. Pero sentí el impulso y la necesidad de llevarlo a cabo, como también el de abrazarla y acariciarla; desnudarnos poco a poco y bajo la penumbra, mi nuevo hábitat, entre paredes derruidas y en una calle mojada por la humedad, hacer el amor clandestinamente, y llegar de la manera más hermosa, juntos, al éxtasis. La pequeña muerte. Y vivirnos en una pasión ultrajada e improvisada; pero valedera y legítima.

En realidad no sé si Julia hubiera sido la solución a mi dilema. Probablemente; pero nunca lo voy a saber. La única certeza con la que cuento es que hubiera sido terrible el depender de la aversión hacia una persona, y estar con ella por el solo hecho de que correría con todos aquellos temores que volvieron después. Me consuelo pensando de forma negativa; que como todos decían, era una perdida que cambiaba de hombre como de bombacha. Pero me siento una basura insensible ya que hay algo, marcas, que me dictan lo contrario y martirizan a mi arrepentimiento, que se arrastra de una forma reptil para enredarse entre mis piernas y hacerme caer en la verdad de lo que siento.

Ni bien terminamos nuestro acto de entrega, finalmente pude meter las manos en los bolsillos para colocarme los guantes de goma. Julia acarició mi rostro con cariño, y me besó sincera, dibujando un te quiero en sus labios. Yo respondí con una sonrisa y la abracé fuerte con todo el cuerpo. Subí mis manos hasta su cuello y apreté demasiado.

Y me marché dejando un problema nuevo a la policía, y un miedo nuevo a la gente, y un sentimiento nuevo para mí.
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27 septiembre, 2010


02 - El Franco y la Noche


Hasta el día de hoy la civilización, tal y como la concebimos la gran mayoría de los mortales, nos ha manejado con algunas variables más, algunos cambios menos, de la misma manera: para acallar el total salvajismo de la naturaleza humana se imparten ciertas reglas, creencias y mandatos represores, estableciendo un leve equilibrio en común que garantiza la convivencia entre unos y otros para no terminar destruyéndonos. Aquellos individuos que responden al modelo instaurado por lo general proliferan en números, y si el sistema de vida logra sostenerse y las bases del mismo se arraigan al inconsciente colectivo, la ecuación da como resultado una sociedad. Que ésta prospere y se mantenga en el tiempo depende de una sola cosa: obediencia. O mejor dicho pasividad.

Una sociedad se puede comparar con un río. Tiene un cauce donde el agua es contenida, y a su vez una dirección única que debe ser obedecida sin demasiado esfuerzo, pues una vez en ese cauce y abrazadas por el mismo, lo único que las aguas deben hacer es dejarse llevar. Suele decirse que la vida misma es como un río, entonces el ser humano sería un pez que fluye en la corriente. Dentro de ésta, su ciclo vital puede llevar un desarrollo óptimo: nacer, comer, crecer, multiplicarse y morir. En resumidas cuentas, si despojáramos al ser humano de algunas costras que nos han legado la civilización, las sociedades y la historia, nuestra vida no distaría demasiado de la de un pez. Ciertos ortodoxos de lo civilizado se aferran a la supuestamente irrebatible idea de que gracias a un ordenado modelo de sociedad, el ser humano logra desarrollar tanto sus libertades colectivas e individuales, siempre que el mismo acate las reglas y mandatos de convivencia estipulados, para que su pasar por la vida se asemeje al del pez fluyendo en la dirección que marcan el río y su cauce. Pero muchos olvidan que una cosa es un pez, y otra muy diferente un pescado.

Y el Franco siempre ha sido uno de esos que viven cuestionando lo estipulado. Baste un ejemplo, el día y la noche, tal y como se los concibe en la forma natural de nuestras sociedades. Como siempre le ha gustado eso de ir contra la corriente -su animal preferido es el salmón-, Franco vive de noche. Pero no duerme de día; más bien dormita, pues no quiere perderse nada del mundo, aunque despotrique contra casi su total integridad (asegura que la gran mayoría de lo que nos rodea y nos pasa merece ser criticado). Todos sabemos muy bien que en ciertas horas de la madrugada es necesario, hasta para la persona más noctámbula e insomne, cierto momento de relajo; despilfarrar por allí algún que otro cabezazo, jugarle una apuesta al sueño por pura gana, o el trabajo que no terminamos y trajimos a casa (otra vez). El Franco aprovecha esos momentos de debilidad en la conciencia para acometer contra su cuerpo. Cuando lo físico lucha la batalla del cansancio y exige recarga energética, mi amigo ofrece vigilia inagotable, cargamentos de café ennegrecido y extraños procedimientos con los que humilla al sueño, y disfruta su burla como un párroco luego del sermón ante los fieles. Cuando logra un estado de frágil lucidez que se asemeja a esa sensación que tenemos justo al momento de quedarnos dormidos y nos damos cuenta que eso es lo que está sucediendo, Franco inexplicablemente logra mantenerse a voluntad en ese estado durante horas.

Llegó entonces la noche en que se me ocurrió acompañarlo, y terminé descubriendo lo que es estar loco. En ese estado de vigilia ensoñada, Franco comenzó a divagar. Contó que ciertas personas aseguran que un demente no es otra cosa que alguien soñando despierto. Y el término soñar le parecía a su vez un feliz acierto, pero casi una verdad apocalíptica, ya que todo el mundo, tal como lo conocemos, no sería otra cosa que una ilusión colectiva. Bien sabemos que estamos divididos por consciente e inconsciente, y que este último se manifiesta en el sueño ejerciendo su libertad, la cual no encuentra en el estado consciente, gracias a las barreras que imponen la moral, la ética, los valores. Un loco entonces es aquél que ha dejado de reconocer -o ha perdido- todas estas imposiciones, y libera su inconsciencia al mundo material. Es así que sueña despierto. Pero entonces, ¿no está haciendo, no está siendo lo que realmente quiere, y el mundo no le deja ser y hacer? Según Franco, una gran razón para no dormir. Sacar al inconsciente a que tome un poco de aire; volverlo realidad constante. Yo le hice notar que gracias a las manifestaciones de la conciencia encontramos el equilibrio justo para lograr la convivencia con los demás; si no fuera por ésta, ya la raza humana se habría exterminado a sí misma. Y Franco me reprochó -luego de esto no supe qué decir- que ése es nuestro destino. Tarde o temprano vamos a ser exterminados por nosotros mismos, y ya lo estamos haciendo desde que somos hombres; y que gracias (GRACIAS) a la conciencia lo vamos a hacer muy tarde. Es como si estuviéramos pagando nuestro certificado de defunción en cuotas. Despotricó contra la histeria de la raza y sentenció que si vamos hacia nuestro fin, sería mejor hacerlo de una buena vez y no dar tantas vueltas.

“Mirá Juan; todos somos únicos, y eso lo sabemos bien. Esto se debe a que por suerte existe la subjetividad; creo que es la característica más rescatable del ser humano. Gracias a ella no somos logaritmos fríos e incorruptibles números, o piezas compactas de un rompecabezas. Pero a fin de cuentas, ¿lo somos o no? A qué estamos atados, qué o quién nos puso un grillete, de qué somos prisioneros? ¿Qué es este mundo delante de nuestras narices? ¿Vos fuiste partícipe de todas estas reglas y mandatos? ¿Alguien pidió tu opinión para que las cosas sean como son? Las pelotas. Me cago en este mundo. Me cago en vos, en mí y en los demás. Me cago en los que siguen lo estipulado; en la objetividad almidonada. Yo alabo lo subjetivo; mi subjetividad, la tuya, y la de toda la gente que la exprese. Esos miles de mundos diferentes que existen gracias a quienes piensan distinto e intentan hacer esa diferencia, aunque sea desde ese lugar tan chiquitito que ocupan en la sopa que es la gente. Y alabo a los artistas, que riegan con sus perfumes el nauseabundo olor a podrido que reina por todos lados; los artistas, que nos salvan con la sensibilidad de lo subjetivo. Y si decir esto es ser un loco, me cago mucho más en todo, y orgulloso estoy de mi delirio.”

Como dije, esa noche conocí la locura. Y hoy me da miedo lo que veo; siento que lo que me rodea puede llegar a esfumarse en algún momento, que pronto esa ilusión colectiva de la que Franco hablaba va a derrumbarse y a ser escombros de una estabilidad de marioneta, y no encuentro otra salvación que la de cerrar los ojos e intentar verme por dentro para salir afuera. Pero en ocasiones -que son las más- no me gusta lo que encuentro.


(Continuará en próximas publicaciones)
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16 septiembre, 2010


Instructivo N° 4


Empezar a caminar puede llevarse a cabo de muchas maneras, siempre y cuando usted se atenga a una regla básica e inamovible, que involucra en exclusivo al uso paulatino de los pies y los pasos. Toda trasgresión a la norma, léase inventos expeditivos de la raza (correr, bailar, patear, calzarse un zapato), deberá considerarse con prioridad y bajo su propio riesgo, ante la ocasión de afrontar una querella por regalías y derechos de autor.

Para caminar es preferible no esperar mucho tiempo, no vaya a ser que el evento lo sorprenda en plena actividad impositiva y con problemas de postura, ya sea a causa de la edad o la inclinación política. En relación a las inclinaciones más o menos aconsejables, la OMS recomienda unos precisos noventa grados con respecto al suelo en la etapa próspera del caminante (el grado óptimo dependerá del nivel de vida que nos preste la misma, no tanto como la edad que uno cargue en el cuerpo). Para no embarcarnos en habladurías de mesa y café, partamos del estado básico y natural que lo calificará a usted para esta empresa: estar parado (Nota: si este instructivo es consultado con motivos didácticos e involucrando a un tercero nato y precoz al que se intentará heredar la verticalidad, déjelo en el piso y gateando, hombre, ya tendrá bastante luego con todo lo heredado de usted).

Estando ya parado verá que nada es fácil desde tal altura, y sin apunarse, recuerde el principio básico de la ley de gravedad: todo cuerpo (el suyo en este caso) tiende a caer hacia el centro de la tierra (la masa debajo de sus suelas), y si usted no mantiene el equilibrio va a romperse los cuernos (gravedad). No hablaremos de la manera en que mantendrá el equilibrio, porque hoy como está el mundo sería utópico lograr un buen balance.

Bien, entonces usted se va a ir de bruces al suelo; recuerde que tiene a mano, o pie, los pasos. Nada de baile, en un santiamén llegarán los inspectores. Comience de la siguiente manera: cuando el ángulo de noventa grados que forma su cuerpo con respecto al piso disminuya, y note al plano horizontal con un tinte surrealista ante el brusco cambio de posición, cierre los ojos y piense en alguna litografía de Escher. Visualice en mente todas las convexidades que pueda generar su imaginación; sienta el mareo, y verá luego que el piso comenzará a acercarse hacia su nariz como aquella vez que de niño recibió un bello puñetazo del matoncito de la otra cuadra. Y usted no quiere moretones ni magulladuras en su rostro; con lo que le devuelve el espejo cada mañana es suficiente. Contrariamente a lo que imagina, para dar el primer paso no hay que estar seguro de nada, ni habrá que armarse de valor y confianza; todo lo contrario. Si usted siente su fe inquebrantable, pronto yacerá en posición decúbito dorsal en la guardia más próxima de algún hospital de mala muerte. Vuelva a imaginar esa innegable realidad: salud pública. Horas de espera, camillas y pasillos solitarios, enfermeras gordas y viejas fumando en los rincones, doctorcitos veinteañeros recién escupidos de la facultad, sonriendo sin poder desbaratar el nerviosismo en sus facciones, y de pronto allí el dedo índice enguantado, ejerciendo una pequeña presión en su tabique nasal, conviertiéndose en el dolor más desgarrador que emerge desde lo hondo de sus entrañas en un grito baboso y aniñado, digno de un pusilánime. Querrá salir corriendo, por supuesto. Pero espere, que primero hay que caminar.

Con todo el horror encima oprimiéndole el pecho y usted yendo derecho al desastre en el pavimento, intente lograr un indulto consciente para que ese espanto quede libre de toda culpa en su cuerpo. Luego de poner la casa en orden, dele una delegación típica de oficina, y me lo asigna del pecho al pie con orden de ejecutar un primer paso (si es supersticioso mucho cuidado que no sea el izquierdo). Entonces verá usted cómo el pie sale disparado hacia adelante, e inmediatamente su suela quedará plasmada en el piso. No empiece con festejos y deje las morondangas para Armstrong, que ahora viene lo más difícil; dar otro paso. Venga; allí está usted de piernas abiertas, y en un principio ha burlado la ley de gravedad. Ahora será importante rescatar el pie izquierdo. Pero claro, reconducir el miedo inicial del pie derecho a su contraparte sería echar por tierra todo el arduo trabajo que ha llevado adelante desde un principio. Deje el pie con su miedo allí dentro, esa será su motivación de ahora en más.

Llame a alguien. Seguramente estará dando un espectáculo en la vía pública, y varios transeúntes disfrutan de usted y su perseverancia para aprender a caminar. Ya con su colaborador elegido, dígale que junte las monedas y los magros billetes que la concurrencia habrá aventado tras algunos aplausos, y los guarde en su bolsillo. Que se quede con algo de propina; sea buen samaritano. Le indicará lo siguiente: es necesario que se ubique detrás de usted, muy cerca, y con uno de sus pies (no los suyos, ya están ocupados), le pise la suela trasera izquierda, justo en el talón, gritando de manera épica el nombre Aquiles. Verá usted que bastará ese toquecito inocente para que su pie izquierdo salga de manera automática en busca de su hermano derecho. Ahora será cuestión de intercalar los pies y los pasos, encontrando el ritmo y la coordinación a medida que siga los ejemplos de Frankenstein en primer término, Verbal Kint en el nivel medio, y Tony Manero al alcanzar la plenitud del caminar.

He aquí la técnica descrita en su totalidad. Miedo a caer en la derecha, cuidado que lo pisen por detrás en la izquierda. Usted no tiene más que pensar. Los pies, cada uno por su lado, responderán a sus patologías de manera automática, a no ser que alguna vez se le de por hacer terapia y encuentren la razón verdadera de su accionar. Si esto sucede, la casa no se responsabiliza por daños y perjuicios; buscará entonces nuevos traumas para sus pies.

Ahora usted sabe cómo caminar. Limítese a fluir entre paso y paso, firme y hacia adelante. Salga, coma veredas, experimente en la hierba, la tierra del campo, cualquier superficie sólida es la mejor opción. No se deje tentar por las extravagancias; deje las hazañas a Jesucristo o Michael Jackson, y en cuanto hacia dónde ir, hágale caso a Machado.
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15 septiembre, 2010


Génesis


No me gusta el tren fantasma. Contrario a esto, la mayoría de la gente disfruta del mismo, y creo entender por qué tiene tantos adeptos. La razón más evidente es la necesidad de sentir algo tan real y palpable como el miedo, la adrenalina disparada por todo el cuerpo y el corazón bombeando la vida en cada latido; una forma arcaica de saberse vivo, que escapa a cualquier intento de lógica, y conecta directo a los temores primarios de una persona, como la oscuridad, lo oculto o lo sobrenatural. Es también un deleite masoquista; quien se lanza a esa nada lúgubre está alimentando lo más íntimo y traumático de su infancia, o quizás construye un acto de osadía contra el mismo temor, una suerte de provocación efímera para salir victorioso al terminar el recorrido; aunque yo no he visto a nadie entrar solo. Siempre es acompañado. Es muy sencillo compartir la experiencia si se tiene otra persona para tomar del brazo y sentirse protegido, pero quisiera ver qué sucede si alguien se expone al hueco del tren fantasma en la más absoluta soledad. Estoy seguro que de esta manera la atracción ya estaría entre aquellos divertimentos que la mentira del progreso se ha tragado. Pero más allá de todo esto, más allá del miedo en sí, hoy en día veo que la convocatoria del paseo se resume a una sola cosa: sentir. Sentir algo. Aunque sea espantoso. Pero algo real.

He vivido lo suficiente para afirmar, como dice la gente grande, que el mundo de hoy ya no es el de antes. Podría hacerse una salvedad al respecto y decir que el mundo sigue siendo el mismo, y la gente es la que ha cambiado. Yo declaro lo siguiente: el mundo es el mismo y la gente también; lo único que cambian son las máscaras. Y este presente que nos toca atestiguar es la era de la máscara. Todos están escondidos, viviendo el anonimato, al resguardo del otro, mirando por sobre los hombros. ¿Pero qué ha vuelto a las personas así? El miedo. Un miedo demasiado abstracto y volátil como para entenderlo y difícilmente identificarlo. Muta constantemente: temor a mostrarse real, vulnerable y lleno de errores, prejuicios ante lo nuevo o distinto, competencia desleal y traicionera, individualismo salvaje y excluyente, miedo a saltar vacíos confiando en los demás sin pensar en las consecuencias; y así se termina siendo otros, esos, aquellos, los demás, y nunca nosotros. Hoy es tiempo del nadie. Nadie hace, nadie dice; sin embargo el mundo sigue andando.

Entonces, en este reino absoluto de la máscara y las apariencias, cabe preguntarse cual es la realidad. La realidad del ser humano es su miedo más íntimo. Es lo único auténtico y palpable que le ha quedado. Por eso entiendo que tantas personas se vuelquen al tren fantasma y siga vigente, a pesar de la falsa explosión de sentidos a la que nos ha llevado la tecnología. Es paradójico: se huye del miedo a través del miedo, y se busca lo real a través del disfraz. Porque justamente la atracción es eso, una gran máscara oscura, maquillada de celofán y cartón, escenario de humedad, sombras y mugre, cables, alambres y dispositivos de puro artificio, laberintos que hacen vivir el horror auténtico y primigenio, un miedo puro y cristalino que toma forma diferente para cada uno, pero que sin duda alguna viene del mismo lugar, de la misma entraña, la misma humanidad y el mismo temor instintivo que hace a todos iguales. Ése es el miedo real, y no el que reina en el mundo fuera de los túneles del tren fantasma; ése es el miedo que nos muestra la verdad: la gente no ha cambiado nunca.

Aún así, tras décadas enteras de trabajo sin interrupciones y conociendo todos los secretos sobre el arte de asustar, hoy desprecio mi labor en este sitio. Tarde o temprano iba a suceder, lo supe cuando huí de mis tierras ya hace tiempo, y finalmente estoy cansado. Vivir encerrado en esta mentira decorada no es para mí; no me han nacido para esto. Sin embargo, nunca me he sentido tan a gusto en otro lugar que no sea éste. Y no hablo de melancolía o nostalgia por antaño, ni remembranzas de niñez; este lugar es lo más cercano a un hogar que he tenido en mucho tiempo. Allá afuera los autos, las luces, el ruido, el rebaño y la acometida furiosa del progreso me han desplazado definitivamente, para terminar en este hueco escondido y apagado. Todo por tener escrúpulos; por dudar del llamado natural. Por creer en el ser humano. Una raza acabada, mohosa, sin ningún atisbo de humanidad, viviendo una mentira y en la recta final que conduce a la destrucción. Eso es lo que buscan en estos túneles; revivir el último baluarte de sus realidades. Eso es lo que piden: la aniquilación total del afuera, la muerte de la máscara, la urgencia de un nuevo camino; realidad a través de lo auténtico.

El paso del tiempo y el curso de la historia han demostrado que no hay lugar en el mundo para lo que soy. Así como se debe aceptar lo irreparable, abracé esta idea y me hice a un costado, legando el reino a la humanidad, sólo para ser testigo de su decadencia y posterior caída en este presente aciago. Hoy, la quimera del hombre está abierta junto a las puertas del tren fantasma, clamando el desenfreno del horror y la sangre. Porque la sangre es vida. Y a través de ella nacerá un nuevo mundo, como también el verdadero cambio. Ellos quieren realidad; yo les daré al vampiro.
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11 septiembre, 2010


¿La Gallina Turucuanto?


El Queco se cansa de la ciudad; tanto pastiche urbano le nubla los anteojos, así que decide urdir un día de campo en el descampado de la esquina. Este lugar es El Dorado del infante: tiene mucho pasto de selva imaginada, horizontes tapiados y algunos animales para jugar a que los corran despavoridos entre aleteos y gorgojos. Se ha puesto los pantaloncitos cortos, pero también medias hasta las rodillas, no vaya a ser que los cardos le dañen la piel -o peor aún- sus gemelos tan bien cuidados. Sube al tapial del descampado con todo el cuidado del universo, mira a un lado y otro buscando que nadie lo vea (los Quecos son tan exclusivos de ellos mismos), y ya está escuchando algo como un baile familiar, o la inminencia de una dificultad. Allí abajo, justo donde tiene pensado alunizar con un gran salto para el Queco y al corno la humanidad, una Tita hace círculos y corretea dando tumbos carneros, mientras los animales vuelan y saltan y vuelven a hacer lo mismo todo el tiempo, como buenos animales que son. Queco se lamenta, pues quiere jugar; el problema es que siempre lo hace solo y con sus reglas, las que ni él mismo trampea a pesar de ser creador absoluto. La Tita se lanza en vuelos al ras, tratando de alcanzar algún animalito. El Queco piensa “Que no la agarre, que no la agarre...”, pero ya la muchacha tiene su gallina preferida en el regazo y la acaricia con un canto.

–¡Tita ladrona, deja mi gallina en paz! –grita de saltos y caídas al pasto (Armstrong tendrá la exclusiva, siendo más humilde).

La Tita echa un paso adelante, y Queco se aplasta contra el tapial, como buscando un escondite en las grietas.

–Queco Queco... ¿Es tu gallinita? Pues me gusta lo tuyo, ¿puedo jugar con ella yo también? –y lanza al aire al animal, que con unos aleteos truncos va a parar encima de un matorral. El Queco se espanta; la Tita hace burbujas de aire con el aire burbujeante y se las regala.

–¡Turuleca! ¡Ven aquí conmigo, vamos a comer bichitos! –llega a balbucear el muchacho.

–Es Turuleta, Queco.

–Esta gallina es mía, y es Turuleca, Tita insana. No me des vuelta ol euq ogid.

–Bueno. Pero es Turuleta, ¿estamos?

El Queco hace pucheros con sus labios, y Tita hace sonrisas de flores en las manos; casi que lo está convenciendo. Un dejo de impaciencia y nerviosismo se le agarra por adentro, como las patas de la gallina se aferran a las ramitas del matorral.

–Shhh, Tita; verás, sabrás y callarás –dice el Queco, dirigiéndose a la gallina en cuclillas. –Turuleca, ven aquí conmigo.

–Turuleta...

–¡Turuleca, Tita!

–Turuleta, ven con tu amiga la Tita.

El pobre animal no sabe hacia donde ir; se ha hecho un lío en la identidad. Mira a uno y otro, quiere arrancar hacia el Queco, luego la Tita, se mueve en el matorral, salta, no salta. Los pequeños rivales se acercan uno al otro agachándose, buscando complicidad y estirando sus manitas.

–Turuleca... –el Queco.

–Turuleta... –la Tita.

–¡Leca, Tita!

–¡Leta, Queco!

–¡Leca!

–¡Leta!

Leca, Leta, Leca, Leta... Ya la gallina está hecha puré de indecisión, pobrecita. El Queco y la Tita se han puesto uno al lado del otro y se codean, uno con el rostro colorado, la otra con la voz por el aire y dibujos en el vestido. Por fin de un salto la gallina va al suelo, y comienza a acercarse en un continuo zigzag que no hace más que desorientar, hasta que llega donde los dos, tan juntos que sienten el cuerpo del otro al contacto.

–Hola Leca! –dice Queco.

–Hola Leta! –dice Tita.

Los dos se miran. Tienen en brazos a la gallina, y esta se siente tan a gusto que se deja acariciar y acariciar, tanto por uno y otro.

–¡Lecaleta! –grita la Tita con un brillo de alegría.

–¿Lecaleta, Tita?

–Ladanza, Queco.

Los dos sonríen y se ponen a bailar Ladanza con la gallina Lecaleta. La Tita gira que gira, y al Queco se le han bajado las medias hasta los talones; los cardos acarician sus pantorrillas y no le importa.
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05 septiembre, 2010


Ramón


Mar adentro,
mar adentro.

Y en la ingravidez del fondo
donde se cumplen los sueños
se juntan dos voluntades
para cumplir un deseo.

Un beso enciende la vida
con un relámpago y un trueno
y en una metamorfosis
mi cuerpo no es ya mi cuerpo,
es como penetrar al centro del universo.

El abrazo más pueril
y el más puro de los besos
hasta vernos reducidos
en un único deseo.

Tu mirada y mi mirada
como un eco repitiendo, sin palabras
‘más adentro’, ‘más adentro’
hasta el más allá del todo
por la sangre y por los huesos.

Pero me despierto siempre
y siempre quiero estar muerto,
para seguir con mi boca
enredada en tus cabellos.


Ramón Sampedro.
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28 agosto, 2010


Aparecer(teme)


Me vale el peso en tu ausencia, lamiendo al tiempo perdido, cayendo como un pendiente (pendiente de todo). Descansa en palma, sudor y ambiente. Sí; gusto de emprender viaje, canto para andar presto, porque tú y la sonrisa ninfa. En blanca imagen de hambres te enciende la noche, llama ardiendo que brama a la calma. Y desprendo gemido, dibujos y brazos prietos, los hijos del muro vientre; lleguen, griten nombres que has tenido por cada vez que he besado. Un beso era tierra abierta; otro aljibe de boca, seca lengua que explora, tiempo vacuo y luz salival. La caricia como el tiempo en la vida, y ya nada sin ese capricho, el de andar pregonando el idioma del cuerpo; esa forma de hablar sin palabra, pero amándola en todo momento. La palabra: tu forma cielo, tu carne horizonte, recuerdo donde hoy mismo, para vengar tu ausencia.
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30 julio, 2010


Cuadrante Inferior Izquierdo


Le fue inútil intentar recordarla. Ya sea porque algunas veces el detalle de su hombro reflotara un momento, allí en el límite de la foto, con amigos y torta de cumpleaños; ya sea porque a las tres de la tarde sonara una débil melodía de plaza, como cuando niños; ya sea al oír algún llanto travieso, colgado en la vidriera de una tienda. Sabía que pronto le quedaría el olvido, único recuerdo de que algo se había perdido para siempre. Pero estaba su hombro, de saco beige y botones nácar, rayando al tiempo que se mostraba a punto de volver. Quizá en ese pequeño anhelo la vida escapara en un santiamén, abriendo un nuevo camino; quizá una tarde de veredas y sol le cruzaría una mirada. Pero fue inútil intentar recordarla, una y otra vez lo fue.

Dejarla ir, como esas cosas nulas para dejar ir, retazo antiguo que podría haber sido, o todo lo contrario. Su hombro en la fotografía, siempre allí, siempre la duda certera.
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06 julio, 2010


Instructivo N° 3


Los absurdos de la vida (usted ya sabe a lo que me refiero cuando digo la vida; pero usted es usted, y sabrá mucho más que yo sobre sus absurdos: dónde vienen, adónde ponerlos, dónde irse y adónde ponerse); decía, los absurdos se incrementan día tras día como los soldados en Medio Oriente; se han vuelto una gran pasta uniforme. Si quiere pensar en un chicle recién masticado presto a embadurnarle toda la existencia, hágalo; verá que es buen ejercicio para ganarse una patología fructífera. Engominar el organismo con soluciones en cápsulas no es lo suyo, y busca imperiosamente una salida ante el caos de la vida y sus absurdos. Usted elige fumar.

Fumar es igual que inmolarse a crédito, pero con otras cosas más pintorescas en el pensamiento. Una manera más sutil de olvidar hasta la misma muerte de uno; fume usted y quizás venga la Parca, pero se llevará consigo a la tumba el glorioso recuerdo de haberle empapado el humo en la cara antes de la guadaña.

Para fumar no hay lugar ni horario, sino situaciones propicias: un hechizo de amor golpeando en el subconsciente mientras se destripa el sentimentario, las personas-presionan que se cuelgan como alfileres de gancho en toda la piel, el impuesto del mes pasado en el buzón equivocado, los sesenta segundos que hay en un minuto, los sesenta minutos que hay en una hora... (estos ejemplos no dejan de ser azarosos; piense usted en el abanico de sus absurdos y aletéelo por un momento; llénese del vasto río, impregne sus piernas en el fango y respire el fulgor de la cloaca hasta reinar en la náusea).

Llega el instante de la vena en la sien pidiendo auxilio.

Busque un cigarrillo. Piense lo siguiente: hasta donde usted sabe, no ha visto un cartel que prohiba fumar. Eso exonerará la culpa ante algún escrúpulo impertinente. Pero si es usted de los que gustan la adrenalina, mire antes a todos los flancos hasta encontrar la advertencia, sonría como niño, y préstese a fumar de la siguiente manera: extienda la mano que más tenga a mano, abra la palma, y muy lentamente haga una caricia; no piense dónde, sino en la simple y absurda acción de la materia ocupando su espacio en el universo. Sienta cómo el aire cede ante el movimiento, de qué manera debe expandirse ante el paso de su carne. Si cierra la mano, tendrá un leve pedacito de magia consigo. Ahora bien, le quedan dos cosas por hacer: se lo guarda en el bolsillo y corre a casa para invertirla en correrías, risas y barriles de felicidad, o deja esa misma magia allí, para realizar un verdadero truco. Tome un cigarrillo por la punta, e introduzca levemente en su boca el extremo naranja (nota: es imperiosamente necesario fumar cigarrillos con filtro; ya dice la ley que el fumar es perjudicial para la salud, y pre-judicial ante los efectos de un carcinoma; por favor, cuídese el juicio, no tanto como el prejuicio). Luego de cavilar ante la moralina, busque fuego por sus propios medios; aunque un encendedor o caja de fósforos vendrían de perillas. Si no lleva consigo, recorra las calles lindantes, encuentre una persona en situación de calle y pídale amablemente lumbre (sea cortés; regálele el paquete).

Para encender un cigarrillo es necesario asustarse. Con el mismo ya en la boca y el fuego al acecho, piense en el viejo de la bolsa, o si sigue con la persona en situación de calle, aproveche la oportunidad de mirarla fijamente al fondo de sus ojos. En seguida sentirá cómo el pánico toma su mando, y de repente llega el sobresalto como un golpe de cañón al pecho; de forma leve y precisa, mientras sus pelos se erizan aspirará una bocanada de esa misma magia que tuvo antes en su mano. Es necesario actuar inmediatamente ya que el instante durará una milésima de segundo y usted no querrá otro susto, claro; cuando aspire, lleve el fuego a la punta del cigarrillo, piense en un foso vacío, usted en caída libre y zás, ha encendido por primera vez un cigarrillo.

Ahora deguste el humo que nace de la brasa. ¿Puede escuchar un leve quejido? Es el tabaco clamando a la madre tierra; usted es ahora dueño de un incendio forestal minimalista.

Procure no olvidar lo siguiente: una vez inspirado el humo, nunca intente olvidarse del asunto e irse a jugar un numerito a la quiniela, porque al humo no le interesan los cursos de anatomía. Una vez adentro, hay que sacarlo. Muchas personas optan por formas atípicas y peculiares, como exorcismos u órdenes de desalojo; en esta ocasión buscaremos una solución simple y certera. Tome una extensión de alambre, forme en un extremo un pequeño círculo, busque un vaso con agua y jabón, inserte el alambre en el mismo, y luego sople sobre la espuma que se extenderá en el círculo. O sea; haga pompas de jabón y acabemos de explicar, que para fumar estamos.

Mire.

La magia atrapada en una pompa, ¿verdad? Pocas cosas son tan bellas como crear desde las entrañas; todo tiende a impartir nuevas reglas y sabores; regocígese en las formas y matices del gris. Optará luego por decorar el mundo con su imaginación; cartas documento, declaraciones juradas, ramilletes de flores, y a medida que su capacidad pulmonar vaya decreciendo, locomotoras, dinosaurios, corazones y simples argollitas con su último aliento. Ha completado el truco y la vida es mucho más placentera mientras usted fuma.
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17 junio, 2010


01 - Introducción Al Franco


Al ser humano se lo puede medir de muchas maneras; pero si de buscar la esencia se trata, hay que enfocarse en sus costumbres. No hace falta apegarse demasiado en la forma de pensar; si convenimos que el pensamiento lleva de consecuencia una acción, la misma instaurada deviene en costumbre. Ocupándonos de una cultura o región en particular podríamos hacer un análisis extensivo, fértil y por ende tedioso de su idiosincrasia; pero no estamos aquí para eso, ya que la intención es lo particular. Las costumbres nuestras, las de uno mismo, placeres que le dan más sabor a los momentos, esas llamadas locuras -léase manías, caprichos, usanzas; algunos utilizan el singular vocablo extravagancias-, delicias frecuentes habituadas en lo simple y cotidiano, haciendo que valga la pena armarse de coraje para atravesar los espacios negros que crean las obligaciones, y llegar por fin a la satisfacción individual; imaginen algo así como un náufrago en alta mar encontrando salvación sobre un montículo de arena, que luego huye con la marea y volverá más tarde.

Todos estamos habituados a nuestras costumbres, por más extrañas que sean; las personas, y en extensión los grupos y sociedades sin modos establecidos tienden al caos, por ende a la destrucción. También sabemos que lo inusual causa rechazo; frente a lo nuevo y ajeno el ser humano repara en una suerte de hostilidad -a veces inconsciente, otras no-, y busca cerrarse en sí, a consecuencia de sentir un desequilibrio en la integridad del entorno, su cómodo capullo. Por lo general, este elemento extraño luego de un tiempo se convierte en algo usual, es asimilado y pasa a formar parte en la vida del individuo; éste sería un ejemplo típico y normal. Aunque puede suceder todo lo contrario, y de la misma manera surja del ego un extremo rechazo; igualmente no hace falta hablar sobre esto, pues se encuentran suficientes y variados ejemplos, con sus lamentables consecuencias, a través de nuestra histeria* de civilización.

Luego de este pequeño preámbulo a modo introductorio, les otorgo el agrado (o no, eso dependerá del margen de aceptación y tolerancia con el que dispongan) de conocer a mi amigo el Franco. Presentarle una persona a Franco es siempre un bello e interesante momento. Sucede lo de siempre: uno dispara la mano derecha buscando estrechar la contigua de manera gentil y zás, de repente es la ronda de cosquillas por detrás de las orejas y el mordisco tierno en la nariz. Todo esto con una sonrisa como para ahorcarse. Les parece una forma extravagante de saludo, ¿no? Es que este tipo es digno de ser contado. Sería entonces -por decir de alguna manera- considerable, que les relate una minúscula parte de su vida, o mejor, de sus costumbres. No por acometer contra Franco y pintarlo como un delirante; más bien es una forma de amortiguar lo que será el repaso de algunas cosas un poco extrañas. Extrañas para el humano tipo, ese que vive los días de su vida en un constante replay una y otra vez, a partir de que el despertador, el desayuno, el trabajo, la cena, el televisor, dormir y el replay. Más o menos así, ¿no? Yo vivo de esta manera y soy una entidad tipo, de pura cepa. Ahora, Franco es muy raro. Pero de esos raros con los que uno se termina encariñando, por más que en medio de un paseo veraniego por la peatonal, y en la hora pico de concurrencia, te desfigure el rostro a puñetazos por el sólo hecho de haberle venido la gana así porque sí. “¿Yo? Tenía ganas de pegarte... De vez en cuando es bueno golpear a alguien. Y mejor todavía si es alguien a quien uno quiere mucho”, dice, y la gente que se detuvo alrededor nuestro formando un círculo curioso libera un suspiro de enamorados, y te miran clavándote los ojos a la espera de una respuesta, y es imposible no esbozar una sonrisa de ternura y dibujar en su cuerpo un abrazo, para luego marchar contentos al hospital.

Para Franco, la manía es su forma de expresar -es lo que afirma cuando le preguntan- su personalidad extravagante; “La tensión del mundo me lleva a vivirlo de otra manera”, dice con un aire extra-vagante. Todos lo ven entonces como un loco lindo y divertido, pero muy bien sé que en el fondo sus locuras son una llave de escape, una forma de atentar contra el mundo y su irremediable monotonía; esa tensión de la que habla, tan constante, abrasiva e interminable que se vuelve una quietud sepulcral, una mortaja que nubla los sentidos y el alma. Ese constante replay; ese destino de disco rayado.

Franco dice que la gente ya no es gente, sino inercia. Inercia que pulula; una fuerza de resto. Y cada vez que logra captar la atención de algún imprudente, como le gusta llamar a los desconocidos, se desvive con gran entusiasmo y presteza para explicar su punto de vista sobre la Inercia Humana. Pero si no tiene a quien inspirar, no se hace problema: busca estratégicamente un lugar en la vía pública, y comienza con su pequeña gran explicación. Bien, ahora lo que despierta la curiosidad de la gente, más allá de la teoría, es la forma en la que Franco se compra su interés. Es inevitable no prestarle atención a una persona en el medio de la calle, cuando se lo ve, precisamente, en el medio de la calle, intentando persuadir a los transeúntes a grito tendido. Ni bien ve acercarse un automóvil, se lanza vociferando al mismo, provocando frenadas infernales y desconcierto en los transeúntes. Cuando se asegura una ronda de insultos que no tienen fin y el conductor lo deja atrás todavía exasperado, la gente está atónita, con la boca abierta, despavoridos. Y ahí es cuando al Franco se le prende un motorcito envidiable -pues su poder de oratoria no tiene comparación- y se larga en un devenir verbal tomando como ejemplo el momento ocurrido; primero con eso de que los cuerpos en movimiento tienden a seguir la dirección que llevan, y si hay una fuerza que detiene su marcha ocurre el principio de inercia y que el cuerpo del conductor reacciona de la misma manera ante una frenada y que seguramente todavía la ronda de insultos continúa pero no con la intensidad de los primeros gritos y que. Entonces, añade, “...si pudiésemos parar un poco y mirar alrededor no es tan difícil encontrar la analogía, si trasladamos todo esto a la forma en que vivimos hoy, nos daremos cuenta que no somos otra cosa que eso, una fuerza de resto, una foto movida, un movimiento vacío hacia adelante que no toma conciencia de su forma ingrávida”. Y entonces la gente se lo queda mirando por un rato largo, y Franco los mira orgulloso, pues acaba de develar una verdad existencial, rompiendo las cadenas de un secreto prohibido. Y siente que el mundo va a explotar, que todo va a esfumarse y desaparecer en un mar de gritos lastimosos, en un tifón que arrasa con las conciencias de los imprudentes. Pero justo en ese momento de clímax en el que ya nada va a ser como ha sido, ni como es -que en realidad no lo es-, las miradas se desvían, y todo el mundo sigue su curso, hacia adelante. Y Franco siente que la fuerza del inicio se detuvo a dormir en sus convicciones, me mira con un dejo de tristeza y dice que la convicción no es más que eso, inercia, pero una inercia hacia atrás, una inercia que precursa toda su energía y la malgasta como forma de omisión, pues el hecho de presentir de antemano el éxito con la gente lo duerme, lo anestesia en el momento de la verdad, “...cuando era necesario poner toda la carne en el asador”, dice. Y después de afirmar esto último, maldice por el solo hecho de haber utilizado una frase gastada por el común de la gente, justamente esa gente que él no quiere ser, y medita por un instante. Me mira luego con una sonrisa cómplice, y vocifera como subido a un pedestal “Sucedió lo impensado: David quiso tomar la piedra asesina de Goliath, pero no sabía que luchaba en un campo de trigo”, mientras un pequeño brillo en sus ojos promete al mundo un nuevo round. En ese momento yo pienso “Perdió una batalla, pero no la guerra”, y no me atrevo a decirlo, pues me da vergüenza.

* Quise decir historia.


(Continuará en próximas publicaciones)
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07 junio, 2010


De Terrazas Y Sol


El Queco se encuentra apesadumbrado. De repente siente como una sombra de duda embutida en la cresta de su cabecita. Mira en las alturas y allá a lo lejos, muy por encima de sus expectativas, reconoce el gris de una nube paseandera en los cielos. Y le ha tapado el sol. Ya tiene todo listo para gozar el fulgor del astro, y resulta que se le nubla el panorama. La sillita, el bronceador, algodoncitos humedecidos para los ojos, media zanahoria y la radio AM con unos buenos foxtrots hilvanando el silencio de la siesta y la terraza. Todo disperso en el toallón, como un aquelarre de tardes y verano. Pero se han nublado las cosas; y el Queco comienza el refunfuño típico de estos muchachitos; primero unas morisquetas que nadie entendería cómo plasmar en un rostro ajeno (los Quecos logran maravillas con sus músculos faciales), y luego de encontrar el punto justo de tensión entre el ceño, las mejillas y una curva en los labios cual plastilina, libera del pecho un sollozo bajito, mientras se planta las manos en la cintura. Y allí se queda unos minutos, con los ojos cerrados, esperando al abrirlos que todo sea un sábado de super acción. Pero es domingo de siestas, y lo único que escucha es el canturreo de la radio.

–¡Cálla ya, radio chillona! –logra esbozar en una moqueadita de niña. Apaga el aparato, maldiciendo su suerte.

Pobre muchacho. Tienen algo raro los Quecos, siempre andan tropezando con problemas. Pero pequeños. Por añadidura luego vienen los grandes; es como una ley universal kármica que llevan en su existencia, inamovible como una regla de tres simple.

Queco espera entonces que llegue un poco de viento, porque la tarde está de rechupete y en un tris tras va a poder disfrutar de un dorado virginal en su piel, para ir a presumirle luego a sus amigos de la escuela. Pero el viento no llega; pareciera que la nube entendiera lo que espera el Queco, la bondad del sol y como resultado un Narciso de terrazas. Y ahí se queda nomás, tapando los rayos. El Queco se lamenta, vuelve sus brazos al cielo queriendo convencer a la naturaleza con ruegos ancestrales de un documental visto el día anterior.

–Viento... –esboza como un cántico de Chamán.

–...Dile, a la lluvia... –logra escucharse desde lo lejos, de forma muy armoniosa y primaveral; un sonido preciso de cuerdas vocales buscando el juego.

Ya el Queco bajó los brazos y tiene arruinada la tarde, su intimidad y las ganas de sol. Se asoma hacia un lado y otro, dando vueltas como un trompo, buscando lo inevitable, y allá a dos terrazas de su casa, una Tita disfruta la tarde entre risas y albores de sol.

–Que quiero, volar...

–¡Tú no quieres nada, Tita bronceada, el que quiere un poquito de rayos ultravioletas soy yo, mírate ahí, toda ocre y chamuscada, y yo aquí como un esquimal! –avienta el Queco a través del silencio sepulcral de la tarde.

–Queco Queco, ¡mira mi bella piel atestada de este sol y el regocijo de sus rayos!

La Tita se levanta para ver mejor al muchacho, y este siente vergüenza de su cuerpito blanco como la nieve. Siente que pronto va a suceder algo, ese tipo de cosas fortuitas que pueden lograrse con sólo una sonrisa. Y Tita le está sonriendo, y Queco esperando lo inevitable. Tita mira al cielo, el sol le ciega la vista, luego mira al Queco, y aplaude y grita, mientras algunos perros responden con ladridos de armonía y tarde serena.

–Queco, ¿qué haces en la sombra? ¿No ves que mi amigo el sol quiere darte lo mismo que a mí?

–Tita sociable, no es tu amigo mi problema. Es esa nube que me lo tapa todo, y como verás, a ti parece que te resbala. Todo lo que tienes es el sol.

–Pero Queco, ¡es que yo no le presto atención a la nube! Por eso ella no me presta atención a mí y vuela tranquila en el techo azul... –dice la Tita, y de un salto floral comienza a dar vueltas en su sitio, llena de pasos y baile en sus pies. –Mira Queco, mira esto.

La Tita comienza a bailar ladanza. Salta, suelta sus cabellos y estos zigzaguean por el aire como un pincel dando batalla a un lienzo. Alza sus manitas y entorna cada uno de sus dedos, luego lleva las palmas a cada lado de sus caderas y menea toda su figura. Como es costumbre, el Queco se siente intimidado. Ya la tarde es toda de la Tita.

–No Tita, no me hagas la bailarina exótica que me pongo colorado. Ladanza no sirve para nada, sólo es un invento tuyo para olvidarte de todo.

–¿Es que no entiendes, Queco? Si te olvidas de esa nube que te tapa es mejor, vamos, mira mis pies cómo invocan al azar en cada paso, siente conmigo el ritmo del viento, vuelca tu cuerpo en un salto floral, anda, no seas parco.

Pero los Quecos son parcos por naturaleza. Éste en particular lo sabe, aunque siempre ha sentido la necesidad de ensuciar aunque sea una pizca su pulcritud, esa inercia de almidón en un cuello de camisa. Y la Tita esta allí, flotando en el baile, libre de ataduras, saludando la tibieza del sol.

Poco a poco el Queco lo siente venir; algo lo envuelve y se enciende en una de sus piernas; algo como un pulso constante, un golpeteo alegre que pide pasos, saltos, vueltas, bailes, gritos, zarandeo, y casi sin darse cuenta termina inventando un salto floral; mira a la Tita, que lo llama con sus manos, y así, lentamente, las suyas se elevan como atrapadas en una soga que la muchacha va tirando, grácil hacia ella, volviendo al Queco, sintiendo el vértigo del ritmo, tomando posición, abrazados a las cinturas, reinventando ladanza, en un grito de alegría que invade todo el espacio donde el silencio había traído quietud, donde todo estaba almidonado. Y el Queco y la Tita son plasticidad por los techos, colores fundidos, formas nuevas de a dos.

No sabe cómo, pero al dar el último paso, el Queco tiene tomada a la Tita, muy cerca, sintiendo su respiración agitada en el pecho. Mira sus brazos juntos, y una pequeña gota de sudor corre lentamente hacia abajo, resbala por su antebrazo, y se baña en la cintura de la Tita, que lo abraza llena de risas y júbilos de niña.

–Queco Queco, ladanza te sienta muy bien, aunque no esos pantaloncitos floreados. Te vendrían bien unas bermudas, que no el triángulo, ¿eh?

Otra vez el Queco que no entendió ni medio. Tita va y se sienta a tomar sol; Queco se queda parado. Todavía piensa en la nube y su terraza.

–Pero Tita, ¿qué hago yo aquí?

–Creo que está claro; tomas sol conmigo, Queco hermoso. Mira el colorcete que estás echando. Y bailas ladanza como un cacique, de rechupete.

El Queco mira al cielo. Siente como una evocación; pero en realidad lo que recuerda es que olvidó algo que se fue.

La nube ya no está.

El Queco se acerca a la muchacha con algo de temor, esperando una broma nueva. Pero Tita le hace lugar en su toallón, y le toma la mano para que se acomode junto a ella.

–Mira el sol, Queco; es todo nuestro. Como la vida. Deja que nos encandile.

Queco abre mucho mucho los ojos, mira directamente a la luz que lo enceguece, y ya no ve más nada. Pero sabe a la Tita a su lado, con los ojos tan abiertos como él.
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01 junio, 2010


Ventura


Era una hoja común y corriente, sin ningún detalle que la distinguiera; seguramente pertenecía a algún bloc o cuaderno de bolsillo, manchada de café y con la tinta corrida en varios lugares. Ni siquiera la letra manuscrita se mostraba dócil a la lectura, y era evidente un nerviosismo profundo en el trazo. La carta decía lo siguiente:

“Mamol, yo sé que andar pensando en estas cosas para vos no tiene sentido. Desde que te conozco siempre fuiste igual; Dios, lo esotérico, el destino y todo lo relacionado a las creencias populares siempre fueron tan importantes para vos como un pedazo de cemento seco. Yo nunca tuve ningún problema con respecto a eso; es más, creo que nuestras diferencias han sido siempre un gran catalizador en momentos de tensión y discordia, y esto nos ha ayudado a mantenernos a flote todo el tiempo que estuvimos juntos. Vos con tus creencias (o la ausencia de ellas), yo con las mías; Caín y Abel un poroto. Pero siempre fue el respeto mutuo, nunca la descalificación gratuita, y no dejo de agradecer que me tomaras como un igual aceptando lo que soy. ¿Te acordás cuando recién nos estábamos conociendo? Me lo habían anunciado, y no sólo eso, sino que sabía cómo iba a ser la historia de allí en adelante por muchos años. Veía señales en todo lo que nos pasaba, le daba sentido a cada pequeña particularidad, mientras vos no hacías otra cosa que reírte a carcajadas de mis ocurrencias. Era muy divertido pasar el tiempo así; el foco de luz que explotó en la plaza, el libro de Bucay, la hora exacta de tu encuentro con el flaco Spinetta, las llamadas por teléfono al presentir que nos pasaba algo... No sé, hoy pensar en eso no me importa tanto, porque lo que rescato es que al fin y al cabo estamos juntos y esa magia según yo, inmediatez de la casualidad según vos, nos llevó a construir nuestra historia de una manera muy particular y enriquecedora.

Yo sé que estoy enfermo de “extrema credulidad”, como me dijiste aquella vez en el bar del Sol. Nunca voy a olvidar lo mal que me sentí conmigo durante tanto tiempo, lo idiota que llegué a ser muchas veces. Siempre buscando respuestas a lo largo de mi vida, pensando que las iba a encontrar en otros lugares u otras personas. La religión, los perceptivos, las energías, campos mórficos, mediums, canalizadores, la sanación y qué se yo cuantas cosas más... Me estafaron, me llenaron la cabeza de porquerías, de creencias que eran humo; soplabas y todo desaparecía. Sin embargo yo seguía en la constante búsqueda, tratando de encontrar un rescate externo, cuando a fin de cuentas lo único que hacía era huir de mí mismo, del verdadero problema, de mis demonios. Vos siempre fuiste mi cable a tierra; desde el primer momento no sólo me escuchaste, sino que te compenetraste con mi incertidumbre. En la plaza me miraste con tu mejor cara de amor, y dijiste “¿Sabés dónde vas a encontrar la respuesta?”, apoyando tu palma en mi pecho. “Quizás necesites ver las cosas desde otra perspectiva, si querés yo puedo brindarte todo mi escepticismo”. Y rompimos en carcajadas, y estalló el foco, y con el destello noté tu cicatriz, te pregunté así muy de cerca y las chispas ya fueron otras. La pelota comenzó a rodar y acá estamos.

Pero esto que pasó ahora ya es demasiado. La plata me importa poco y nada, lo sabés muy bien; la reparto, ayudo a mis amigos y familiares que lo necesiten, compro una casa con todo para llevar un buen pasar, hacemos un viaje alrededor del mundo, qué se yo, no me va a alcanzar la vida para gastar toda esa cantidad. Tendría que estar feliz, saltando en una pata y despreocupado porque todos los problemas que se pueden solucionar con dinero ya no van a existir más.

Y no puedo mamol, no puedo con esto. Es más grande que vos, que yo, más inmenso que la vida misma. No me ridiculices, por favor, no quiero que entiendas, porque sé que se contradice con todo lo que pensás y creés; pero convengamos que las cosas se dieron tal cual me lo dijo Esperanza. Aceptalo como es; así de simple. Aceptá el misterio, abrazalo y dejá que sea. No quiero preguntarme más nada ni darle vueltas a la razón. Las cosas fueron dichas, y así pasaron. Conocerte en el negocio, tu sobrenombre, las primeras conversaciones, el ir y venir de nuestros sentimientos encontrados, el tiempo que se estiró como un chicle durante un año, el primer beso y la frase exacta, los comienzos de nuestro devenir, la muerte de la abuela, el perro que te mordió la pierna, mi operación, vivir juntos, ser felices, no poder tener un bebé... y ahora esto; la lotería.

Te juro que traté de no pensar en ello, pero es imposible obviar el detalle más importante. Cuando fui a tu trabajo con la noticia y el billete en la mano nos abrazamos fuerte fuerte, así como nos gusta a nosotros, y no pude borrar mi cara de preocupación. Te escuché una y otra vez; intenté restar importancia al final de la predicción, pero ni vos estabas convencida de lo que decías, tu inquietud era mucho más evidente que la mía. Y mirá que tratamos de seguir impasibles, pero no, fue un peligro tras otro que ya no podemos manejar, como si el destino estuviera a cada rato mostrando el camino y el final definitivo, mientras seguimos haciendo malabares para escaparle por un rato más.

Y yo así no puedo más, no puedo, me estoy volviendo loco. No quiero que te pase algo malo por lo que me ha tocado. No te merecés esto, mi vida. La tragedia es mía y de nadie más. Hoy después que te fuiste al trabajo salí al patio a regar las plantas, y mientras miraba las nubes se derrumbó todo el sector de la parra que está encima de las reposeras donde siempre tomamos mates. Fue horrible; toda una maraña de alambres y fierros ahí a medio metro de donde estaba parado, como anunciándome la hora. Ya no puedo quitarme la imagen y la posibilidad de que los dos hubiéramos estado ahí sentados en ese momento. No puedo. Primero el choque con el auto, después el bote que se hundió en el río, en navidad las balas perdidas, la semana pasada el horno que explota y hoy esto. Basta.

Ya no quiero seguir esperando más. La predicción de Esperanza debe ser cumplida; y si el destino es vago para actuar, entonces habrá que darle una mano. Esta ventura es mía y no quiero que dañe lo que más amo en el mundo. Por favor, no me odies; entendé que no hay otra opción. Viví tu vida de la mejor manera, y recordá siempre que este tonto quizás alguna vez tuvo razón. Sos mi pedacito de turrón, mi beso de buenas noches, mi luz en la niebla. Recordá siempre lo mucho que te cuidé y lo mucho que te sigo cuidando. No hay tesoro más preciado que todo lo que me diste desde la primera mirada. Te amo. Te amé desde siempre y desde siempre te voy a amar. Adiós mi Pupi, te voy a estar esperando ahí, donde vos pensás que no hay nada. Tu Pipu.”

Esperanza terminó de leer la carta, levantó la mirada, vio el rostro de Pupi y supo que estaba en problemas.
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