El Queco se encuentra apesadumbrado. De repente siente como una sombra de duda embutida en la cresta de su cabecita. Mira en las alturas y allá a lo lejos, muy por encima de sus expectativas, reconoce el gris de una nube paseandera en los cielos. Y le ha tapado el sol. Ya tiene todo listo para gozar el fulgor del astro, y resulta que se le nubla el panorama. La sillita, el bronceador, algodoncitos humedecidos para los ojos, media zanahoria y la radio AM con unos buenos foxtrots hilvanando el silencio de la siesta y la terraza. Todo disperso en el toallón, como un aquelarre de tardes y verano. Pero se han nublado las cosas; y el Queco comienza el refunfuño típico de estos muchachitos; primero unas morisquetas que nadie entendería cómo plasmar en un rostro ajeno (los Quecos logran maravillas con sus músculos faciales), y luego de encontrar el punto justo de tensión entre el ceño, las mejillas y una curva en los labios cual plastilina, libera del pecho un sollozo bajito, mientras se planta las manos en la cintura. Y allí se queda unos minutos, con los ojos cerrados, esperando al abrirlos que todo sea un sábado de super acción. Pero es domingo de siestas, y lo único que escucha es el canturreo de la radio.
–¡Cálla ya, radio chillona! –logra esbozar en una moqueadita de niña. Apaga el aparato, maldiciendo su suerte.
Pobre muchacho. Tienen algo raro los Quecos, siempre andan tropezando con problemas. Pero pequeños. Por añadidura luego vienen los grandes; es como una ley universal kármica que llevan en su existencia, inamovible como una regla de tres simple.
Queco espera entonces que llegue un poco de viento, porque la tarde está de rechupete y en un tris tras va a poder disfrutar de un dorado virginal en su piel, para ir a presumirle luego a sus amigos de la escuela. Pero el viento no llega; pareciera que la nube entendiera lo que espera el Queco, la bondad del sol y como resultado un Narciso de terrazas. Y ahí se queda nomás, tapando los rayos. El Queco se lamenta, vuelve sus brazos al cielo queriendo convencer a la naturaleza con ruegos ancestrales de un documental visto el día anterior.
–Viento... –esboza como un cántico de Chamán.
–...Dile, a la lluvia... –logra escucharse desde lo lejos, de forma muy armoniosa y primaveral; un sonido preciso de cuerdas vocales buscando el juego.
Ya el Queco bajó los brazos y tiene arruinada la tarde, su intimidad y las ganas de sol. Se asoma hacia un lado y otro, dando vueltas como un trompo, buscando lo inevitable, y allá a dos terrazas de su casa, una Tita disfruta la tarde entre risas y albores de sol.
–Que quiero, volar...
–¡Tú no quieres nada, Tita bronceada, el que quiere un poquito de rayos ultravioletas soy yo, mírate ahí, toda ocre y chamuscada, y yo aquí como un esquimal! –avienta el Queco a través del silencio sepulcral de la tarde.
–Queco Queco, ¡mira mi bella piel atestada de este sol y el regocijo de sus rayos!
La Tita se levanta para ver mejor al muchacho, y este siente vergüenza de su cuerpito blanco como la nieve. Siente que pronto va a suceder algo, ese tipo de cosas fortuitas que pueden lograrse con sólo una sonrisa. Y Tita le está sonriendo, y Queco esperando lo inevitable. Tita mira al cielo, el sol le ciega la vista, luego mira al Queco, y aplaude y grita, mientras algunos perros responden con ladridos de armonía y tarde serena.
–Queco, ¿qué haces en la sombra? ¿No ves que mi amigo el sol quiere darte lo mismo que a mí?
–Tita sociable, no es tu amigo mi problema. Es esa nube que me lo tapa todo, y como verás, a ti parece que te resbala. Todo lo que tienes es el sol.
–Pero Queco, ¡es que yo no le presto atención a la nube! Por eso ella no me presta atención a mí y vuela tranquila en el techo azul... –dice la Tita, y de un salto floral comienza a dar vueltas en su sitio, llena de pasos y baile en sus pies. –Mira Queco, mira esto.
La Tita comienza a bailar ladanza. Salta, suelta sus cabellos y estos zigzaguean por el aire como un pincel dando batalla a un lienzo. Alza sus manitas y entorna cada uno de sus dedos, luego lleva las palmas a cada lado de sus caderas y menea toda su figura. Como es costumbre, el Queco se siente intimidado. Ya la tarde es toda de la Tita.
–No Tita, no me hagas la bailarina exótica que me pongo colorado. Ladanza no sirve para nada, sólo es un invento tuyo para olvidarte de todo.
–¿Es que no entiendes, Queco? Si te olvidas de esa nube que te tapa es mejor, vamos, mira mis pies cómo invocan al azar en cada paso, siente conmigo el ritmo del viento, vuelca tu cuerpo en un salto floral, anda, no seas parco.
Pero los Quecos son parcos por naturaleza. Éste en particular lo sabe, aunque siempre ha sentido la necesidad de ensuciar aunque sea una pizca su pulcritud, esa inercia de almidón en un cuello de camisa. Y la Tita esta allí, flotando en el baile, libre de ataduras, saludando la tibieza del sol.
Poco a poco el Queco lo siente venir; algo lo envuelve y se enciende en una de sus piernas; algo como un pulso constante, un golpeteo alegre que pide pasos, saltos, vueltas, bailes, gritos, zarandeo, y casi sin darse cuenta termina inventando un salto floral; mira a la Tita, que lo llama con sus manos, y así, lentamente, las suyas se elevan como atrapadas en una soga que la muchacha va tirando, grácil hacia ella, volviendo al Queco, sintiendo el vértigo del ritmo, tomando posición, abrazados a las cinturas, reinventando ladanza, en un grito de alegría que invade todo el espacio donde el silencio había traído quietud, donde todo estaba almidonado. Y el Queco y la Tita son plasticidad por los techos, colores fundidos, formas nuevas de a dos.
No sabe cómo, pero al dar el último paso, el Queco tiene tomada a la Tita, muy cerca, sintiendo su respiración agitada en el pecho. Mira sus brazos juntos, y una pequeña gota de sudor corre lentamente hacia abajo, resbala por su antebrazo, y se baña en la cintura de la Tita, que lo abraza llena de risas y júbilos de niña.
–Queco Queco, ladanza te sienta muy bien, aunque no esos pantaloncitos floreados. Te vendrían bien unas bermudas, que no el triángulo, ¿eh?
Otra vez el Queco que no entendió ni medio. Tita va y se sienta a tomar sol; Queco se queda parado. Todavía piensa en la nube y su terraza.
–Pero Tita, ¿qué hago yo aquí?
–Creo que está claro; tomas sol conmigo, Queco hermoso. Mira el colorcete que estás echando. Y bailas ladanza como un cacique, de rechupete.
El Queco mira al cielo. Siente como una evocación; pero en realidad lo que recuerda es que olvidó algo que se fue.
La nube ya no está.
El Queco se acerca a la muchacha con algo de temor, esperando una broma nueva. Pero Tita le hace lugar en su toallón, y le toma la mano para que se acomode junto a ella.
–Mira el sol, Queco; es todo nuestro. Como la vida. Deja que nos encandile.
Queco abre mucho mucho los ojos, mira directamente a la luz que lo enceguece, y ya no ve más nada. Pero sabe a la Tita a su lado, con los ojos tan abiertos como él.
–¡Cálla ya, radio chillona! –logra esbozar en una moqueadita de niña. Apaga el aparato, maldiciendo su suerte.
Pobre muchacho. Tienen algo raro los Quecos, siempre andan tropezando con problemas. Pero pequeños. Por añadidura luego vienen los grandes; es como una ley universal kármica que llevan en su existencia, inamovible como una regla de tres simple.
Queco espera entonces que llegue un poco de viento, porque la tarde está de rechupete y en un tris tras va a poder disfrutar de un dorado virginal en su piel, para ir a presumirle luego a sus amigos de la escuela. Pero el viento no llega; pareciera que la nube entendiera lo que espera el Queco, la bondad del sol y como resultado un Narciso de terrazas. Y ahí se queda nomás, tapando los rayos. El Queco se lamenta, vuelve sus brazos al cielo queriendo convencer a la naturaleza con ruegos ancestrales de un documental visto el día anterior.
–Viento... –esboza como un cántico de Chamán.
–...Dile, a la lluvia... –logra escucharse desde lo lejos, de forma muy armoniosa y primaveral; un sonido preciso de cuerdas vocales buscando el juego.
Ya el Queco bajó los brazos y tiene arruinada la tarde, su intimidad y las ganas de sol. Se asoma hacia un lado y otro, dando vueltas como un trompo, buscando lo inevitable, y allá a dos terrazas de su casa, una Tita disfruta la tarde entre risas y albores de sol.
–Que quiero, volar...
–¡Tú no quieres nada, Tita bronceada, el que quiere un poquito de rayos ultravioletas soy yo, mírate ahí, toda ocre y chamuscada, y yo aquí como un esquimal! –avienta el Queco a través del silencio sepulcral de la tarde.
–Queco Queco, ¡mira mi bella piel atestada de este sol y el regocijo de sus rayos!
La Tita se levanta para ver mejor al muchacho, y este siente vergüenza de su cuerpito blanco como la nieve. Siente que pronto va a suceder algo, ese tipo de cosas fortuitas que pueden lograrse con sólo una sonrisa. Y Tita le está sonriendo, y Queco esperando lo inevitable. Tita mira al cielo, el sol le ciega la vista, luego mira al Queco, y aplaude y grita, mientras algunos perros responden con ladridos de armonía y tarde serena.
–Queco, ¿qué haces en la sombra? ¿No ves que mi amigo el sol quiere darte lo mismo que a mí?
–Tita sociable, no es tu amigo mi problema. Es esa nube que me lo tapa todo, y como verás, a ti parece que te resbala. Todo lo que tienes es el sol.
–Pero Queco, ¡es que yo no le presto atención a la nube! Por eso ella no me presta atención a mí y vuela tranquila en el techo azul... –dice la Tita, y de un salto floral comienza a dar vueltas en su sitio, llena de pasos y baile en sus pies. –Mira Queco, mira esto.
La Tita comienza a bailar ladanza. Salta, suelta sus cabellos y estos zigzaguean por el aire como un pincel dando batalla a un lienzo. Alza sus manitas y entorna cada uno de sus dedos, luego lleva las palmas a cada lado de sus caderas y menea toda su figura. Como es costumbre, el Queco se siente intimidado. Ya la tarde es toda de la Tita.
–No Tita, no me hagas la bailarina exótica que me pongo colorado. Ladanza no sirve para nada, sólo es un invento tuyo para olvidarte de todo.
–¿Es que no entiendes, Queco? Si te olvidas de esa nube que te tapa es mejor, vamos, mira mis pies cómo invocan al azar en cada paso, siente conmigo el ritmo del viento, vuelca tu cuerpo en un salto floral, anda, no seas parco.
Pero los Quecos son parcos por naturaleza. Éste en particular lo sabe, aunque siempre ha sentido la necesidad de ensuciar aunque sea una pizca su pulcritud, esa inercia de almidón en un cuello de camisa. Y la Tita esta allí, flotando en el baile, libre de ataduras, saludando la tibieza del sol.
Poco a poco el Queco lo siente venir; algo lo envuelve y se enciende en una de sus piernas; algo como un pulso constante, un golpeteo alegre que pide pasos, saltos, vueltas, bailes, gritos, zarandeo, y casi sin darse cuenta termina inventando un salto floral; mira a la Tita, que lo llama con sus manos, y así, lentamente, las suyas se elevan como atrapadas en una soga que la muchacha va tirando, grácil hacia ella, volviendo al Queco, sintiendo el vértigo del ritmo, tomando posición, abrazados a las cinturas, reinventando ladanza, en un grito de alegría que invade todo el espacio donde el silencio había traído quietud, donde todo estaba almidonado. Y el Queco y la Tita son plasticidad por los techos, colores fundidos, formas nuevas de a dos.
No sabe cómo, pero al dar el último paso, el Queco tiene tomada a la Tita, muy cerca, sintiendo su respiración agitada en el pecho. Mira sus brazos juntos, y una pequeña gota de sudor corre lentamente hacia abajo, resbala por su antebrazo, y se baña en la cintura de la Tita, que lo abraza llena de risas y júbilos de niña.
–Queco Queco, ladanza te sienta muy bien, aunque no esos pantaloncitos floreados. Te vendrían bien unas bermudas, que no el triángulo, ¿eh?
Otra vez el Queco que no entendió ni medio. Tita va y se sienta a tomar sol; Queco se queda parado. Todavía piensa en la nube y su terraza.
–Pero Tita, ¿qué hago yo aquí?
–Creo que está claro; tomas sol conmigo, Queco hermoso. Mira el colorcete que estás echando. Y bailas ladanza como un cacique, de rechupete.
El Queco mira al cielo. Siente como una evocación; pero en realidad lo que recuerda es que olvidó algo que se fue.
La nube ya no está.
El Queco se acerca a la muchacha con algo de temor, esperando una broma nueva. Pero Tita le hace lugar en su toallón, y le toma la mano para que se acomode junto a ella.
–Mira el sol, Queco; es todo nuestro. Como la vida. Deja que nos encandile.
Queco abre mucho mucho los ojos, mira directamente a la luz que lo enceguece, y ya no ve más nada. Pero sabe a la Tita a su lado, con los ojos tan abiertos como él.
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