Hasta el día de hoy la civilización, tal y como la concebimos la gran mayoría de los mortales, nos ha manejado con algunas variables más, algunos cambios menos, de la misma manera: para acallar el total salvajismo de la naturaleza humana se imparten ciertas reglas, creencias y mandatos represores, estableciendo un leve equilibrio en común que garantiza la convivencia entre unos y otros para no terminar destruyéndonos. Aquellos individuos que responden al modelo instaurado por lo general proliferan en números, y si el sistema de vida logra sostenerse y las bases del mismo se arraigan al inconsciente colectivo, la ecuación da como resultado una sociedad. Que ésta prospere y se mantenga en el tiempo depende de una sola cosa: obediencia. O mejor dicho pasividad.
Una sociedad se puede comparar con un río. Tiene un cauce donde el agua es contenida, y a su vez una dirección única que debe ser obedecida sin demasiado esfuerzo, pues una vez en ese cauce y abrazadas por el mismo, lo único que las aguas deben hacer es dejarse llevar. Suele decirse que la vida misma es como un río, entonces el ser humano sería un pez que fluye en la corriente. Dentro de ésta, su ciclo vital puede llevar un desarrollo óptimo: nacer, comer, crecer, multiplicarse y morir. En resumidas cuentas, si despojáramos al ser humano de algunas costras que nos han legado la civilización, las sociedades y la historia, nuestra vida no distaría demasiado de la de un pez. Ciertos ortodoxos de lo civilizado se aferran a la supuestamente irrebatible idea de que gracias a un ordenado modelo de sociedad, el ser humano logra desarrollar tanto sus libertades colectivas e individuales, siempre que el mismo acate las reglas y mandatos de convivencia estipulados, para que su pasar por la vida se asemeje al del pez fluyendo en la dirección que marcan el río y su cauce. Pero muchos olvidan que una cosa es un pez, y otra muy diferente un pescado.
Y el Franco siempre ha sido uno de esos que viven cuestionando lo estipulado. Baste un ejemplo, el día y la noche, tal y como se los concibe en la forma natural de nuestras sociedades. Como siempre le ha gustado eso de ir contra la corriente -su animal preferido es el salmón-, Franco vive de noche. Pero no duerme de día; más bien dormita, pues no quiere perderse nada del mundo, aunque despotrique contra casi su total integridad (asegura que la gran mayoría de lo que nos rodea y nos pasa merece ser criticado). Todos sabemos muy bien que en ciertas horas de la madrugada es necesario, hasta para la persona más noctámbula e insomne, cierto momento de relajo; despilfarrar por allí algún que otro cabezazo, jugarle una apuesta al sueño por pura gana, o el trabajo que no terminamos y trajimos a casa (otra vez). El Franco aprovecha esos momentos de debilidad en la conciencia para acometer contra su cuerpo. Cuando lo físico lucha la batalla del cansancio y exige recarga energética, mi amigo ofrece vigilia inagotable, cargamentos de café ennegrecido y extraños procedimientos con los que humilla al sueño, y disfruta su burla como un párroco luego del sermón ante los fieles. Cuando logra un estado de frágil lucidez que se asemeja a esa sensación que tenemos justo al momento de quedarnos dormidos y nos damos cuenta que eso es lo que está sucediendo, Franco inexplicablemente logra mantenerse a voluntad en ese estado durante horas.
Llegó entonces la noche en que se me ocurrió acompañarlo, y terminé descubriendo lo que es estar loco. En ese estado de vigilia ensoñada, Franco comenzó a divagar. Contó que ciertas personas aseguran que un demente no es otra cosa que alguien soñando despierto. Y el término soñar le parecía a su vez un feliz acierto, pero casi una verdad apocalíptica, ya que todo el mundo, tal como lo conocemos, no sería otra cosa que una ilusión colectiva. Bien sabemos que estamos divididos por consciente e inconsciente, y que este último se manifiesta en el sueño ejerciendo su libertad, la cual no encuentra en el estado consciente, gracias a las barreras que imponen la moral, la ética, los valores. Un loco entonces es aquél que ha dejado de reconocer -o ha perdido- todas estas imposiciones, y libera su inconsciencia al mundo material. Es así que sueña despierto. Pero entonces, ¿no está haciendo, no está siendo lo que realmente quiere, y el mundo no le deja ser y hacer? Según Franco, una gran razón para no dormir. Sacar al inconsciente a que tome un poco de aire; volverlo realidad constante. Yo le hice notar que gracias a las manifestaciones de la conciencia encontramos el equilibrio justo para lograr la convivencia con los demás; si no fuera por ésta, ya la raza humana se habría exterminado a sí misma. Y Franco me reprochó -luego de esto no supe qué decir- que ése es nuestro destino. Tarde o temprano vamos a ser exterminados por nosotros mismos, y ya lo estamos haciendo desde que somos hombres; y que gracias (GRACIAS) a la conciencia lo vamos a hacer muy tarde. Es como si estuviéramos pagando nuestro certificado de defunción en cuotas. Despotricó contra la histeria de la raza y sentenció que si vamos hacia nuestro fin, sería mejor hacerlo de una buena vez y no dar tantas vueltas.
“Mirá Juan; todos somos únicos, y eso lo sabemos bien. Esto se debe a que por suerte existe la subjetividad; creo que es la característica más rescatable del ser humano. Gracias a ella no somos logaritmos fríos e incorruptibles números, o piezas compactas de un rompecabezas. Pero a fin de cuentas, ¿lo somos o no? A qué estamos atados, qué o quién nos puso un grillete, de qué somos prisioneros? ¿Qué es este mundo delante de nuestras narices? ¿Vos fuiste partícipe de todas estas reglas y mandatos? ¿Alguien pidió tu opinión para que las cosas sean como son? Las pelotas. Me cago en este mundo. Me cago en vos, en mí y en los demás. Me cago en los que siguen lo estipulado; en la objetividad almidonada. Yo alabo lo subjetivo; mi subjetividad, la tuya, y la de toda la gente que la exprese. Esos miles de mundos diferentes que existen gracias a quienes piensan distinto e intentan hacer esa diferencia, aunque sea desde ese lugar tan chiquitito que ocupan en la sopa que es la gente. Y alabo a los artistas, que riegan con sus perfumes el nauseabundo olor a podrido que reina por todos lados; los artistas, que nos salvan con la sensibilidad de lo subjetivo. Y si decir esto es ser un loco, me cago mucho más en todo, y orgulloso estoy de mi delirio.”
Como dije, esa noche conocí la locura. Y hoy me da miedo lo que veo; siento que lo que me rodea puede llegar a esfumarse en algún momento, que pronto esa ilusión colectiva de la que Franco hablaba va a derrumbarse y a ser escombros de una estabilidad de marioneta, y no encuentro otra salvación que la de cerrar los ojos e intentar verme por dentro para salir afuera. Pero en ocasiones -que son las más- no me gusta lo que encuentro.
(Continuará en próximas publicaciones)