Al ser humano se lo puede medir de muchas maneras; pero si de buscar la esencia se trata, hay que enfocarse en sus costumbres. No hace falta apegarse demasiado en la forma de pensar; si convenimos que el pensamiento lleva de consecuencia una acción, la misma instaurada deviene en costumbre. Ocupándonos de una cultura o región en particular podríamos hacer un análisis extensivo, fértil y por ende tedioso de su idiosincrasia; pero no estamos aquí para eso, ya que la intención es lo particular. Las costumbres nuestras, las de uno mismo, placeres que le dan más sabor a los momentos, esas llamadas locuras -léase manías, caprichos, usanzas; algunos utilizan el singular vocablo extravagancias-, delicias frecuentes habituadas en lo simple y cotidiano, haciendo que valga la pena armarse de coraje para atravesar los espacios negros que crean las obligaciones, y llegar por fin a la satisfacción individual; imaginen algo así como un náufrago en alta mar encontrando salvación sobre un montículo de arena, que luego huye con la marea y volverá más tarde.
Todos estamos habituados a nuestras costumbres, por más extrañas que sean; las personas, y en extensión los grupos y sociedades sin modos establecidos tienden al caos, por ende a la destrucción. También sabemos que lo inusual causa rechazo; frente a lo nuevo y ajeno el ser humano repara en una suerte de hostilidad -a veces inconsciente, otras no-, y busca cerrarse en sí, a consecuencia de sentir un desequilibrio en la integridad del entorno, su cómodo capullo. Por lo general, este elemento extraño luego de un tiempo se convierte en algo usual, es asimilado y pasa a formar parte en la vida del individuo; éste sería un ejemplo típico y normal. Aunque puede suceder todo lo contrario, y de la misma manera surja del ego un extremo rechazo; igualmente no hace falta hablar sobre esto, pues se encuentran suficientes y variados ejemplos, con sus lamentables consecuencias, a través de nuestra histeria* de civilización.
Luego de este pequeño preámbulo a modo introductorio, les otorgo el agrado (o no, eso dependerá del margen de aceptación y tolerancia con el que dispongan) de conocer a mi amigo el Franco. Presentarle una persona a Franco es siempre un bello e interesante momento. Sucede lo de siempre: uno dispara la mano derecha buscando estrechar la contigua de manera gentil y zás, de repente es la ronda de cosquillas por detrás de las orejas y el mordisco tierno en la nariz. Todo esto con una sonrisa como para ahorcarse. Les parece una forma extravagante de saludo, ¿no? Es que este tipo es digno de ser contado. Sería entonces -por decir de alguna manera- considerable, que les relate una minúscula parte de su vida, o mejor, de sus costumbres. No por acometer contra Franco y pintarlo como un delirante; más bien es una forma de amortiguar lo que será el repaso de algunas cosas un poco extrañas. Extrañas para el humano tipo, ese que vive los días de su vida en un constante replay una y otra vez, a partir de que el despertador, el desayuno, el trabajo, la cena, el televisor, dormir y el replay. Más o menos así, ¿no? Yo vivo de esta manera y soy una entidad tipo, de pura cepa. Ahora, Franco es muy raro. Pero de esos raros con los que uno se termina encariñando, por más que en medio de un paseo veraniego por la peatonal, y en la hora pico de concurrencia, te desfigure el rostro a puñetazos por el sólo hecho de haberle venido la gana así porque sí. “¿Yo? Tenía ganas de pegarte... De vez en cuando es bueno golpear a alguien. Y mejor todavía si es alguien a quien uno quiere mucho”, dice, y la gente que se detuvo alrededor nuestro formando un círculo curioso libera un suspiro de enamorados, y te miran clavándote los ojos a la espera de una respuesta, y es imposible no esbozar una sonrisa de ternura y dibujar en su cuerpo un abrazo, para luego marchar contentos al hospital.
Para Franco, la manía es su forma de expresar -es lo que afirma cuando le preguntan- su personalidad extravagante; “La tensión del mundo me lleva a vivirlo de otra manera”, dice con un aire extra-vagante. Todos lo ven entonces como un loco lindo y divertido, pero muy bien sé que en el fondo sus locuras son una llave de escape, una forma de atentar contra el mundo y su irremediable monotonía; esa tensión de la que habla, tan constante, abrasiva e interminable que se vuelve una quietud sepulcral, una mortaja que nubla los sentidos y el alma. Ese constante replay; ese destino de disco rayado.
Franco dice que la gente ya no es gente, sino inercia. Inercia que pulula; una fuerza de resto. Y cada vez que logra captar la atención de algún imprudente, como le gusta llamar a los desconocidos, se desvive con gran entusiasmo y presteza para explicar su punto de vista sobre la Inercia Humana. Pero si no tiene a quien inspirar, no se hace problema: busca estratégicamente un lugar en la vía pública, y comienza con su pequeña gran explicación. Bien, ahora lo que despierta la curiosidad de la gente, más allá de la teoría, es la forma en la que Franco se compra su interés. Es inevitable no prestarle atención a una persona en el medio de la calle, cuando se lo ve, precisamente, en el medio de la calle, intentando persuadir a los transeúntes a grito tendido. Ni bien ve acercarse un automóvil, se lanza vociferando al mismo, provocando frenadas infernales y desconcierto en los transeúntes. Cuando se asegura una ronda de insultos que no tienen fin y el conductor lo deja atrás todavía exasperado, la gente está atónita, con la boca abierta, despavoridos. Y ahí es cuando al Franco se le prende un motorcito envidiable -pues su poder de oratoria no tiene comparación- y se larga en un devenir verbal tomando como ejemplo el momento ocurrido; primero con eso de que los cuerpos en movimiento tienden a seguir la dirección que llevan, y si hay una fuerza que detiene su marcha ocurre el principio de inercia y que el cuerpo del conductor reacciona de la misma manera ante una frenada y que seguramente todavía la ronda de insultos continúa pero no con la intensidad de los primeros gritos y que. Entonces, añade, “...si pudiésemos parar un poco y mirar alrededor no es tan difícil encontrar la analogía, si trasladamos todo esto a la forma en que vivimos hoy, nos daremos cuenta que no somos otra cosa que eso, una fuerza de resto, una foto movida, un movimiento vacío hacia adelante que no toma conciencia de su forma ingrávida”. Y entonces la gente se lo queda mirando por un rato largo, y Franco los mira orgulloso, pues acaba de develar una verdad existencial, rompiendo las cadenas de un secreto prohibido. Y siente que el mundo va a explotar, que todo va a esfumarse y desaparecer en un mar de gritos lastimosos, en un tifón que arrasa con las conciencias de los imprudentes. Pero justo en ese momento de clímax en el que ya nada va a ser como ha sido, ni como es -que en realidad no lo es-, las miradas se desvían, y todo el mundo sigue su curso, hacia adelante. Y Franco siente que la fuerza del inicio se detuvo a dormir en sus convicciones, me mira con un dejo de tristeza y dice que la convicción no es más que eso, inercia, pero una inercia hacia atrás, una inercia que precursa toda su energía y la malgasta como forma de omisión, pues el hecho de presentir de antemano el éxito con la gente lo duerme, lo anestesia en el momento de la verdad, “...cuando era necesario poner toda la carne en el asador”, dice. Y después de afirmar esto último, maldice por el solo hecho de haber utilizado una frase gastada por el común de la gente, justamente esa gente que él no quiere ser, y medita por un instante. Me mira luego con una sonrisa cómplice, y vocifera como subido a un pedestal “Sucedió lo impensado: David quiso tomar la piedra asesina de Goliath, pero no sabía que luchaba en un campo de trigo”, mientras un pequeño brillo en sus ojos promete al mundo un nuevo round. En ese momento yo pienso “Perdió una batalla, pero no la guerra”, y no me atrevo a decirlo, pues me da vergüenza.
* Quise decir historia.
(Continuará en próximas publicaciones)
6 comentarios: on "01 - Introducción Al Franco"
jajajajaja tienes que leer el prólogo de mi tesis, dice algo muy semejante a lo que escribes acá, saludos Juan, te aprecio hombre, me encanta leer tus textos.
Por cierto el otro día te descubrí escribiendo en Hueco Psicótico Literato... (supongo que lo hacías a escondidas)
Formidable relato, desde la divertida disertación inicial, y entrañable personaje. Hay por este mundillo otro personaje que me ha recordado, por momentos, a Franco. Está en el blog de Toro Salvaje, se hace llamar Justiniano y suele meterse en unos líos tremendos, aunque siempre lo hace con muy buena intención. Por si pica la curiosidad, es divertido de leer:
http://torosalvaje.blogspot.com/2010/06/justiniano-72.html
Un abrazo.
Jesusín, gracias por pasarte, y a ver si puedes y me mandas la tesis que me gustaría leer eso! No entendí muy bien lo del otro blog... no he escrito nada allí, lo único que hice fue sacar todos los textos para revisión y posterior publicación en este sitio.
Un abrazo y nos seguimos cruzando en los blogs o el msn.
Elchiado, me alegro que te haya gustado, este es el primero de varios que vendrán con el Franco, que como dice el texto, es un personaje digno de ser contado. Voy a andar por el link que me pasaste para leer un rato a ver qué ondas.
Un abrazo!
Besos sin cuchillo, Juanopio.
Solo eso.
Pfff, cuantos recuerdos lo del cuchillo, Febita...
Otro beso para ti.
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