-Osvaldo... Mire; mejor le digo la verdad. Me cansé de este grupo borrachón. Ya no puedo mantener una conversación coherente, y sus amigos están cada vez peor. Quisiera irme a mi casa. ¿Usted haría el favor de acompañarme?
Se había escurrido entre Manuel y Ramón, que la acechaban después de la undécima copa de vino regalada al brindis. Como una súplica, esquivando las sillas desparramadas fuera del tablón, llegó a mi lugar apartado bajo la frescura del sauce que dividía el patio. Mi cenicero estaba lleno de colillas, quedaban pocos cigarrillos, la nuca me dolía, y el lugar era ya una ensalada amorfa de cuerpos que no tenían la más mínima relación con los sonidos que carraspeaba la fonola.
Y ahí estaba Julia, arrodillada y hablándome al oído; como ocultándose. Era extraño. El reloj recién marcaba un nuevo día y la madrugada despertaba. Los muchachos estaban bastantes insoportables, tal vez, pero era divertido escuchar los raudos suspiros y oraciones inconclusas en las que volcaban todo un paisaje etílico. Julia apretó suavemente mi hombro para insistir. En realidad no estaba muy a gusto con su forma de pedirme aquel favor, pero al notarle cierto brillo de sugerencia en los ojos, dejé de buscar en mi archivo de excusas gentiles para damas, y accedí sonriendo. La tomé del brazo y nos levantamos mientras reflexionaba: apenas había pasado media hora de la medianoche, Julia vivía un poco alejada del lugar, y en realidad nadie sabía qué esperar allá afuera en las calles del barrio, oscuras y húmedas gracias al maldito verano que sufríamos en esos tiempos de miedo casi prohibidos para aquel que quisiera vagar solitario en la noche. Bastaba el sólo hecho de pensar un instante en la posibilidad de caer en las manos de un depravado como el que andaba suelto y al acecho.
Ajenos de lo que sucedía a nuestro alrededor, nos deslizamos hasta un tapial y desaparecimos por detrás del sauce que nos ayudó a pasar inadvertidos. De allí en más, la calle nos acogió con su soledad forzada.
En aquél panorama desértico supongo que hubiera sido agradable observarnos desde lejos. Un indiscreto se habría encontrado con dos siluetas adueñándose de toda la oscuridad nocturna; el caballero y su dama marcando el compás del camino. Un caballero rey en su imagen de hombre considerado y valeroso. Una dama que halagada de encanto, lo llenaba de orgullo. Y allí estaban, eran, pero al mismo tiempo no. Porque también había un hombre que en su interior, donde nadie podía verlo, agradecía estar acompañado en aquella boca de lobo. Un cobarde incapaz de confesar el temor a la oscuridad; un niño que necesitaba de un abrazo y contención; un pasado de carencia afectiva.
Luego de unos pasos faltos de coordinación, doblamos en la esquina y nos detuvimos bajo el toldo del quiosco de María. Que cómo le va, que tanto tiempo sin vernos, que el calor insoportable. En fin, las mentiras piadosas de nuestro papel de siempre, para no pasar al silencio incómodo y rellenarlo con cosas más vacías y menos interesantes que la tranquilidad de esperar un simple vuelto.
Cruzamos la calle sin otra posta en el camino, y Julia abrió su paquete de cigarrillos.
-Tome. Fúmese uno conmigo.
-No, gracias. Ya estoy bastante atabacado por esta noche.
Yo venía tranquilo con las manos en los bolsillos, y no tenía intención de sacarlas por el momento.
-Vamos, Osvaldo. No me deje sola. Compartamos la misma nube de humo.
-Bueno Julia, si insiste...
Trabajosamente, saqué las manos.
-Che, ni que hiciera frío -dijo empujándome con su hombro.
Lo peor que pudo haber hecho en ese momento fue tutearme de manera cómplice para romper el hielo. Junté mis cejas lo más que pude y la miré fijo, esperando no tener que explicar mi desaprobación con su actitud.
-Bueno, como quien diría, el horno hoy no está para bollos... -y me empujó de nuevo.
Otra vez esa confianza insegura y grosera. Quise insultarla, pero me contuve imaginando mi cama bailando en el silencio de la tranquilidad, con el velador encendido sobre mi cabeza. Me limité entonces a tratar de no prestar atención a la oscuridad; bajar la mirada en los pies, contar los pasos, y degustar mi cigarrillo. Para colmo de males eran Fontanares. Ese dibujo estúpido con los arbolitos. Julia entendió mi indirecta, y caminó unos metros sin emitir otro sonido más que el leve exhalar del humo de esa bocota que tenía. Bocota para parlotear como un loro que aprendió su primera palabra; pero según los muchachos del bar, para otras cosas servía.
Verán: Julia hacía poco tiempo que estaba en el barrio. Había llegado casi sin llamar la atención, con nada de equipaje, prácticamente lo que traía consigo. Con el pasar de los primeros días comenzó a pasearse por las veredas como una ráfaga de viento sur; se instaló en el cuartucho de una pensión, y todavía buscaba trabajo. Ya en menos de una semana estaba en boca de las mayores chismosas de la cuadra, y gracias a su desenfado juguetón y sugerente, comenzó a tener cierta mala fama. Y parecía estar hecha para ese juego sucio; le gustaba. No era linda, pero tampoco su espejo se opacaba al reflejarla; grandota, de senos opulentos, siempre ingeniando alguna forma para hacerlos resaltar más de la cuenta. Todo el tiempo su boca pintada de un rojo furioso, que resaltaba los labios como una marquesina de cine. Ella nunca lo decía, pero usaba peluca; una peluca rubia con grandes bucles al estilo Marylin Monroe, que de vez en cuando dejaba escapar algún mechón castaño oscuro. Y siempre llevaba un pañuelo cubriendo su cuello, supongo que para ocultar algún detalle cosmético. Tendría unos treinta y seis años; era una espina de rosa suelta en un salón lleno de globos.
De su vida, poco y nada. Solamente que venía de la capital. ¿A qué en esta ciudad apueblada? Ella decía que buscaba tranquilidad. Y parecía que la encontraba, sobre todo al anochecer, ya que al poco tiempo se hizo habitué del boliche. Llegaba sola, sentada sola, marchaba sola. Una copita de jerez y quedaba perdida en la calle, a través de la ventana. Hasta que una noche se fue con Teodoro. Teodoro era el que más levante tenía en el grupo, y no era raro verlo acompañado por una mujer de vez en cuando. Los dos desaparecieron prácticamente de la misma manera que lo hicimos en la fiesta, y esa noche con los muchachos quedamos varados en ideas que con el pasar de las horas se tornaron historias prohibidas.
La intriga perduró hasta el día después, cuando Teodoro apareció medio deshecho, y las conjeturas continuaban en el mismo lugar donde habían quedado la noche anterior. Lo rodeamos como niños prestos a una travesura secreta, y allí tomó forma la célebre historia de la boca de Julia. Las viejas del barrio escribían simples gacetillas; nosotros, todo un diario completo.
En nuestro recorrido nocturno, todas estas cosas que sabía de Julia me daban vueltas en la cabeza como un carrousel de ideas, subiendo y bajando, desapareciendo y mostrándose en cada nueva vuelta. Su boca, su ropa, el misterio, la sugestión... En realidad, no sabía que hacer. Se me tiró encima y me tomó del brazo. Yo seguía con muy poco humor, e intentaba guardar aunque sea una mano en el bolsillo. Y la miré a los ojos otra vez, para recibir justamente lo que no quería: una mirada provocativa.
-Osvaldo... ¿No le da un poco de miedo esto de andar los dos solos por la calle, y a estas horas?
Parecía estar hecha solamente para fastidiarme. Me sentía mal por aborrecerla tanto, pero hacía todo lo que no debía. Miré el cielo que me espiaba con sus miles de ojos, bajé la vista aterrorizado, tomé aire y decidí hablar.
-Para eso me solicitó que la acompañe Julia, para que no tema.
-Si, ya sé, tontito... Pero... ¿Mire si ahora sale el loco ese y nos mata a los dos juntos?
La vena latiendo en mi nuca señalaba el límite de tolerancia -que en general ha sido siempre bastante efímero-, y mis manos comenzaban a transpirar sudor frío. Ataqué sin importarme ser rudo o grosero.
-Le dije que la acompaño para que no pase nada. ¿Usted no lee los diarios?
-En realidad no simpatizo con la tergiversación amarillista.
-Bueno, a ver si me atiende un poco. Supongamos que nos topamos con el tipo; sinceramente, creo que no haría nada. Este hombre, según lo que se describe en el diario, respeta ciertas condiciones al actuar. Estrangula por las noches, sí, tiene preferencias por las mujeres, pero en oportunidades que son detonantes para su libido criminal. Es necesario que estén solas, y su perfume desparramado a varios metros. La cuestión es que nosotros somos dos, yo soy hombre, y no creo que usted lleve puesto algún perfume.
La miré fijo por un instante en el cual quise cerrar los ojos para abrirlos nuevamente en la fiesta, y emborracharme con mis amigos en una avalancha de abrazos inconscientes y felices. Julia me miraba petrificada: pensé que a fin de cuentas había tocado su orgullo y se callaría por un rato, pero fue todo lo contrario. Su credulidad e inocencia le hicieron tomar mis palabras como un cumplido; sonrió, y se colgó de mi brazo. Escapé desviando la vista en el camino, ansiando la llegada a mi hogar. Y Julia, sin embargo, se acercaba más a mi cuerpo. Yo, agotado de llevar la máscara del duro, de reojo vigilaba el cielo, falto de luna y lleno de agujeros que miraban y miraban, una y otra vez. Caminábamos en la oscuridad total, de no ser por unos tímidos faroles que alumbraban a través de las ramas, dibujando sombras espantosas en el asfalto. Y una salida de estos soles nocturnos, nos hundía en una tumba que con cada palada de tierra estancaba mis pasos. El canto del viento a través de las hojas hablaba en el idioma del susto, y al cuerpo entero llegaban los recuerdos del niño que todavía soy bajo el influjo de la oscuridad.
Pero allí estaba Julia con su terca insistencia. Mi rencor comenzó a crecer como un desborde de río, mientras ella no dejaba de hablar del criminal, intentando llevar la conversación hacia el punto crucial: el sexo. Este loco ataba a sus víctimas y las violaba de una forma salvaje y grosera, estrangulando de manera gradual, ejerciendo cada vez más presión, hasta llegar al orgasmo en el mismo momento que la víctima moría asfixiada. Supongo que buscaba una verdadera fusión de la pequeña muerte, como llaman al orgasmo en Francia, con la muerte misma. Era tal la brutalidad aflorante de su frenesí, que cuando las pobres víctimas eran encontradas, sus cuerpos descansaban en un gran charco de sangre; sin embargo, no presentaban un solo corte en todo el cuerpo. En la mejilla de cada mujer, siempre la firma del asesino: una marca de rouge, como un beso de despedida.
Su mirada me punzaba la cabeza aunque intentara no mirarla. En realidad estaba inmerso en una encrucijada para mis pensamientos, porque sería hipócrita afirmar que no me interesaba en lo más mínimo la osadía de Julia; pero el momento y la situación no eran para nada los indicados. El menor sonido o movimiento eran un mazazo en mi nuca, un mareo repentino fuera de control. Ya no sabía de qué manera evitarla. Terminé mi cigarrillo, excusa para no decir palabra alguna durante las pitadas, y con un movimiento brusco me solté, o mejor dicho, solté la mano de Julia que era ya una ventosa adherida a mi brazo, para introducir las mías nuevamente en los bolsillos. Era lo que más quería.
Fue entonces cuando nos internamos en un callejón completamente oscuro. Era el final: mis miembros comenzaron a responder de una forma insólita, y un sudor frío, de hielo mortal, marcó mi frente. Las piernas comenzaron a temblar, y cada paso era una eternidad; cada sonido disparaba mi corazón en una carrera espantosa y lastimera. Los brazos, las manos, colgaban como carne congelada. Estaba muerto de miedo en una vida de latidos acelerados, y lo único que quería era tirarme al piso y llorar.
Lentamente caminamos; Julia me empujaba como si fuera un juego de escondidas macabro, y arrastrando los pies como si mis suelas fuesen de hierro, me dejé llevar hacia el terror. Transitábamos ya la mitad del callejón, y me hubiera costado todo el resto de mi vida llegar al otro extremo, si no hubiera sido porque en ese momento Julia tomó mi mano.
-Osvaldo... Lo que sí sé sobre ese hombre es lo que hace antes de matar a sus víctimas...
De repente todo en mí era calma. El temblor que amenazaba con tumbarme como una pared desapareció. La oscuridad era ahora mi amiga de toda la vida; por las ventanas de las casas no me acechaba nadie; la luna asomaba entre las azoteas para saludarme, rodeada de constelaciones; los murciélagos sobrevolaban mi cabeza silbando al alejarse, y tenía frente a mi sonrisa eterna y novel, a esta mujer que apretaba suavemente su mano con la mía y hablaba no sé qué cosa. Y un impulso me mandó actuar; algo a lo que no quiero encontrar explicación; algo que nunca jamás voy a reprocharme.
Tomé a Julia por la cintura, la miré a los ojos, y le entregué el beso que entregaría solamente a la mujer de mi vida, que no era precisamente ésta. Pero sentí el impulso y la necesidad de llevarlo a cabo, como también el de abrazarla y acariciarla; desnudarnos poco a poco y bajo la penumbra, mi nuevo hábitat, entre paredes derruidas y en una calle mojada por la humedad, hacer el amor clandestinamente, y llegar de la manera más hermosa, juntos, al éxtasis. La pequeña muerte. Y vivirnos en una pasión ultrajada e improvisada; pero valedera y legítima.
En realidad no sé si Julia hubiera sido la solución a mi dilema. Probablemente; pero nunca lo voy a saber. La única certeza con la que cuento es que hubiera sido terrible el depender de la aversión hacia una persona, y estar con ella por el solo hecho de que correría con todos aquellos temores que volvieron después. Me consuelo pensando de forma negativa; que como todos decían, era una perdida que cambiaba de hombre como de bombacha. Pero me siento una basura insensible ya que hay algo, marcas, que me dictan lo contrario y martirizan a mi arrepentimiento, que se arrastra de una forma reptil para enredarse entre mis piernas y hacerme caer en la verdad de lo que siento.
Ni bien terminamos nuestro acto de entrega, finalmente pude meter las manos en los bolsillos para colocarme los guantes de goma. Julia acarició mi rostro con cariño, y me besó sincera, dibujando un te quiero en sus labios. Yo respondí con una sonrisa y la abracé fuerte con todo el cuerpo. Subí mis manos hasta su cuello y apreté demasiado.
Y me marché dejando un problema nuevo a la policía, y un miedo nuevo a la gente, y un sentimiento nuevo para mí.