Los Quecos son bastante chicatos. Todos hablan y conocen de la gran cautela en la que se mueven; inventar una acción casual sin que se resguarden al instante es técnicamente imposible. Pero todas estas virtudes (que ellos creen lo son) se deben a una sola cosa: anteojos. Graduados a la perfección, marco extra resistente, cristales irrompibles y a prueba de empaños. Sin sus ventanitas al mundo, no ven más allá de las narices.
Este Queco viene hecho pura atención, cosa normal, pero es que dentro de su accionar de piernas y pasos lleva un innato talento para tropezar con lo primero que se le cruza en el piso. Mira un pajarito en el árbol al cambiar de vereda, y ya está tirado boca abajo en el cordón, los anteojos que se van por la alcantarilla y adiós. El Queco abre los ojos y ve manchas divertidas en cada lugar, pero no para él, que ya lloriquea porque no sabe cómo volver a casa; encima el pantalón con tierra y la rodilla raspada. Su vista y las lágrimas le hacen un caleidoscopio en los ojos. Hasta que siente un aroma a danza, levanta su cabecita al cielo y el azul tiene un manchón incrustado que le habla.
–Queco, te caíste como siempre. Deberías considerar la posición horizontal para vivir, sería muy divertido, ¿no crees? –dice la Tita.
Ella sonríe pero el Queco no la ve hacerlo; lo siente y sabe. Casi que insulta, pero debe guardar las apariencias. Considera la huida, ve manchones de nuevo a diestra y siniestra y se toma la cabeza con las manos. La Tita le canta un viento de esperanza y extiende una mano.
–Ven conmigo –dice.
–¿Hay alguien mirando, Tita desvergonzada? –pregunta el Queco. –Es que...
–Ven –repite la Tita, se agacha junto a él y toma su mano.
El Queco siente miedo, espera una broma por parte de la muchacha, las piernas en el lago, gente y risas, burlas y dedos apuntándolo. Los dos se levantan y caminan por todas partes; la Tita da vueltas, inventa saltos, dibuja con sus pies los pasos de un baile, y el Queco no entiende nada de nada; sólo piensa en su casa y otros anteojos en el rostro. Luego de un zigzag improvisado, la Tita se detiene.
–Aquí estamos, Queco. Ve a buscar tus anteojos, te espero.
El chicato no entiende, tantea una puerta y se da cuenta que es la de su casa.
–Pero... –y se mete corriendo y a los tumbos. Vuelve luego con nuevos anteojos en sus ojos. –Tita, ¿cómo sabías?
–Pues no lo sabía, Queco. Creo que es simple. Tu camino es también el mío, ¿no?
El Queco no sabe qué decir, porque se siente bien. La Tita busca su sonrisa, y él se la da al momento. Quiere preguntarle algo. La Tita lo sabe y espera tranquila.
–¿Adónde vas?
–Para allá.
–¿Te puedo acompañar?
–Ven conmigo.
Queco y Tita se lanzan al camino y lo van construyendo a cada paso. La Tita da un salto floral y cuando cae, siente la mano del Queco en la suya, que la aprieta como con una pequeña caricia. Lo mira. Se ha sacado los anteojos.